El crisol de Dios
Sueño que un día devuelven del infierno a Alfred Rosenberg, el ideólogo nazi de la pureza racial, para sentarlo en el camino que recorre los montes que se alzan sobre la Universidad de Stanford. Que le dejen ahí sentado durante una hora y les vea pasar a todos corriendo delante de él: japoneses-estadounidenses de 1,80 metros de estatura y la complexión de un jugador de fútbol tejano, hispano-estadounidenses, iraníes-italo-estadounidenses, escandinavos-chino-estadounidenses, germano-irlandeses-indios-estadounidenses, personas de todos los tonos de color de piel y variaciones de fisionomía, en combinaciones a menudo muy bellas. Y luego que dejen que Rosenberg se muera otra vez del susto por esta irrevocable alteración de los sueños nazis.
Quizá la californicación, apropiándonos del término acuñado por los Red Hot Chilli Peppers, sea la respuesta definitiva al problema de la diferencia racial. Si hombres y mujeres no hicieran el menor caso de la raza o la etnia a la hora de elegir a la persona con la que les gustaría tener hijos, y esos hijos y los hijos de sus hijos continuaran de la misma manera, en algún momento se llegaría al punto en el que quedarían socavadas las premisas no sólo de los estereotipos raciales, sino también de la discriminación positiva y las cuotas "étnicas". La respuesta a la pregunta del censo "¿grupo étnico?" sería simplemente "humano".
Actualmente, este experimento de convertirse simplemente en humano se encuentra más avanzado en las relativamente prósperas, liberales y democráticas sociedades inmigrantes de la anglosfera: Australia, Canadá, Estados Unidos y Reino Unido. Parece facilísimo -no hay más que coger a un hombre y a una mujer y mezclarlos-, pero las condiciones culturales, sociales, económicas y políticas que permiten emerger a estas juveniles combinaciones californianas son complejas, delicadas y exigentes. Incluso aquí, en California, uno de los rincones más privilegiados de uno de los Estados más ricos y más bendecidos por la naturaleza, de uno de los países más abiertos y libres de la Tierra, el proceso es reciente, tenso y controvertido.
"Estados Unidos es el crisol de Dios, la gran olla donde se funden y reforman todas las razas de Europa", escribió el dramaturgo judío ruso Israel Zangwill en 1908. Pero eran precisamente las razas de Europa las que él veía fundirse. Como demuestra mi colega de Oxford Desmond King en su magnífico libro Making Americans, la ley estadounidense de inmigración de 1924 impuso cuotas que perpetuaban la preponderancia de los inmigrantes europeos blancos. No fue hasta 1965, año en que finalmente se revocó esa disposición, cuando llegaron los millones de nuevos estadounidenses desde Asia, África y Latinoamérica. En 1960 sólo había 16 millones de estadounidenses cuyos antepasados no procedían de Europa; ahora son 80 millones. Cuando Richard Nixon llegó a la presidencia en 1969, en Estados Unidos sólo había nueve millones de personas nacidas en el extranjero; ahora hay por lo menos 30 millones. Aproximadamente uno de cada cuatro de los californianos de hoy ha nacido fuera de Estados Unidos. Y proceden de todas partes. Si se fijan en la fila de cajeros de Safeway's o Fry's Electronics, parecen estar representados todos los pueblos de la Tierra, y todos dicen: "Que tenga un buen día".
Además, hasta 1960 los afroamericanos no dejaron de sufrir una discriminación sistemática en muchos Estados y municipios de Estados Unidos. Al asistir a un concierto del gran pianista de jazz Harold Maburn, de repente me di cuenta de que este brillante y extremadamente solemne músico debió de pasar su juventud, en Memphis, Tennessee, catalogado como un ser humano inferior. Condoleezza Rice, la primera afroamericana que llega al puesto de asesora de seguridad Nacional en Estados Unidos, recordaba recientemente, antes de una reunión con periodistas negros, que una amiga suya de la infancia, Denise McNair, fue asesinada en el famoso atentado racista de 1963 en una iglesia de Birmingham, Alabama.
Lo que podríamos denominar "la gran mezcla" es un producto de los últimos 40 años. La raza sigue siendo la fuente de la tensión más eléctrica en Estados Unidos. Hasta que Arnold Schwarzenegger -inmigrante de primera generación- depositó la documentación para presentarse como candidato a gobernador de California, la noticia principal en las televisiones de California (rivalizando a veces con Irak) era la demanda por presunta violación presentada por una mujer blanca contra el héroe negro del baloncesto Kobe Bryant. Según una encuesta de la CNN/Gallup, el 68% de los estadounidenses negros consultados pensaba que la acusación era falsa, en comparación con sólo la mitad de los estadounidenses blancos; el 68% de los negros consultados afirmó que "simpatizaban" con Bryant, frente a sólo el 40% de los blancos. Un grupo a favor de la supremacía blanca distribuyó panfletos racistas en la ciudad donde se celebrará el juicio. Supuestamente, los panfletos llevaban el titular No mantenga relaciones sexuales con negros.
De modo que la gran mezcla es reciente, tensa y controvertida. Hace poco, el nacionalista estadounidense de derechas Pat Buchanan superó a Oswald Spengler, autor de The decline of the West (El declive de Occidente), al publicar una obra titulada The death of the West: How dying populations and immigrant invasions imperil our country and civilization (La muerte de Occidente: Cómo las poblaciones moribundas y las invasiones de inmigrantes ponen en peligro nuestro país y nuestra civilización). ¡Invasiones de inmigrantes! Buchanan, aduciendo alguna de las estadísticas que acabo de mencionar, clama: "Si los estadounidenses quieren proteger su civilización y cultura, las mujeres estadounidenses deben tener más hijos". ¡Así que, todas vosotras, hijas de la revolución americana, yaced y pensad en América!
La otra opción es confiar en que la californicación funcione: que un gran número de personas con antecedentes raciales, éticos, religiosos y culturales inmensamente diversos puedan verdaderamente mezclarse y fundirse, y mantener al mismo tiempo una cultura cívica común suficiente para que Estados Unidos sobreviva como nación libre, democrática y segura de sí misma. Nadie lo ha conseguido antes: ni en América, ni en Australia, ni en Canadá, por no hablar ya de cualquier lugar de Europa. El crisol de Zangwill "fundió y reformó", en la medida en que lo hizo, porque había una poderosa y atractiva cultura anglófona a la que se adaptaron los recién llegados, esencialmente minorías europeas. Como comentó una vez un sagaz columnista, no sólo había WASPS (protestantes blancos anglosajones), sino también CASPS (protestantes anglosajones católicos), JASPS (protestantes anglosajones judíos) y BASPS (protestantes anglosajones negros). Pero ya no. Los que llegan son demasiado numerosos y diferentes, y el modelo WASP está demasiado criticado.
El otro día entré en la sala del sindicato de estudiantes de Stanford justo en el momento en que se estaba dispersando una reunión de fieles islámicos. Todas las jóvenes llevaban la cabeza cubierta con pañuelos, pero si hubieran escuchado una grabación de las conversaciones cuando se despedían, no habrían sido capaces de distinguirlas ni por el acento, ni por el vocabulario, ni por el tono ("Vale, tíos..., y tal... lo que sea") de cualquier otro estudiante estadounidense. Si hay una sociedad en la Tierra que aún pueda realizar la extraordinaria hazaña de forjar algún tipo de unidad de esa diversidad -e pluribus unum, como dicen las monedas- es Estados Unidos.
¿Quién, además de los propios estadounidenses, tiene el mayor interés en que lo consigan? Nosotros, los europeos. Fíjense en el mapa demográfico del mundo y verán un continente sobre todo que precisa o bien un baby boom masivo o bien una inmigración a gran escala para sostener a su decrépita población. Ese continente es Europa. Es probable que gran parte de esa inmigración provenga del mundo musulmán. En teoría, debería ser más fácil que turcos, marroquíes, argelinos y paquistaníes se sintieran como en casa en Europa que en Estados Unidos, porque Europa es más un continente heterogéneo y diverso que una nación única. En la práctica ocurre al revés. Deberíamos aprender de los estadounidenses. Lo que Europa necesita es más californicación.
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