Lugares de memoria
Está bajando -o subiendo- por la carretera antigua de Montjuïc, en la curva que hay después -o antes- de pasar bajo el puente sobre el que transcurre el paseo de Miramar. Ahora es un sitio de acceso complicado y sólo se puede llegar desde el Camí de la Font Trobada, en la falda de la montaña que da a Poble Sec. Arriba están las obras que reforman Miramar, con el túnel recién abierto y los trabajos de reconversión de los antiguos estudios de TVE en un hotel.
Allí, condenado por los avances de la ciudad desconflictiva con que sueñan nuestros jerarcas, se encuentra un monumento invisible. Es sólo un lugar en el que a alguien le ocurrió algo que fue importante y que hace que cada vez que él -o cualquiera a quien llegara a contar la historia- pasa por allí se detenga un momento y haga memoria. Es curioso que los historiadores franceses hayan conseguido que cuaje la noción de lugar de memoria. ¡Como si hubiera otros lugares que los de memoria! Como si decir aquí no fuera decir entonces. Como si todo lugar no fuera sino el resultado de aplicar sobre una extensión informe y sin significado un dispositivo que destaca un punto fuerte en que el pasado se hace presente, un agujero en el suelo por el que asoma su cabeza lo vivido.
Lección viva de cómo hay dos tipos de monumentos. Unos son como erecciones del territorio y están destinados a señalar lo que debe ser recordado según quienes los han instalado allí, en medio de un espacio que al tiempo presiden y vigilan. En cambio, otros no son nada, no tienen placa, las guías los desconocen. Son monumentos que no se levantan, sino que se hunden en el suelo. Expresan una memoria no unitaria, sino heterogénea, dispersa, polifónica, hecha de puntos e itinerarios entre puntos que cada cual señala y traza sólo o con otros. Es una memoria sin nombre, que no es común, pero sí colectiva y que constituye lo que no deberíamos dudar en interpretar como la auténtica memoria urbana.
En ese lugar, un hombre llamado Joan Rocabert me contó un día que él y otros militantes del POUM de la barriada de Hostafrancs se apostaron para disparar contra los soldados sublevados que se habían hecho fuertes en el mirador del monumento a Colón y que estaban barriendo La Rambla con sus ametralladoras. Fue el 19 de julio de 1936, en que Barcelona llevó hasta las últimas consecuencias su vocación insumisa y se convirtió en un cuerpo convulso e irritado, decidido a proteger a toda costa el hijo que llevaba en sus entrañas.
Ese lugar seguramente no existirá dentro de poco. Ese camino no lo usaba apenas nadie y, de sobrevivir, lo hará como un espacio del que se habrá extraído toda la fiereza que encerraba en secreto. Ese lugar de memoria no será ya más ni memoria ni lugar. Nadie se detendrá allí un momento para escuchar de nuevo en su interior el estruendo de la revuelta, ni sentirá los ecos de la emoción de aquellos antepasados recientes a quienes la ciudad había poseído para defenderse. Se perderá así un trozo más de la Barcelona más insolente, aquella que un día se hizo temer.
He ido hasta allí muchas veces con mis hijas -Ariana, Cora y Selma, ahora de 19, 15 y 12 años- para explicarles lo que otros vivieron en ese mismo sitio, en esa curva con una pequeña protección de piedra que acaso sirviera de parapeto y desde la cual se domina el paseo de Colón. Les cuento que esa visión magnífica de la ciudad fue un paisaje duro un día, que allí murió gente que luchaba por una sociedad más justa, que allí pasaron cosas grandiosas y terribles y que todo eso fue allí, sobre ese mismo suelo que pisaban. Allí les enseño lo importante que es hablar con los muertos o dejar que los muertos nos hablen de su vida y de su muerte. Allí les doy motivos para sentirse orgullosas, como yo me siento, de una ciudad que todavía hoy a veces se niega a obedecer.
Y lo hago en honor de aquel hombre que se acordaba, y porque quiero acordarme yo, y porque quiero que ellas se acuerden..., y se lo recuerden a otros.
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