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Reportaje:LOS NUEVOS

Encuentros y desencuentros

Caricatura social, los mecanismos de la fatalidad o las frustraciones son algunos de los temas abordados por seis escritores españoles que debutan en la narrativa. Juan Aparicio-Belmonte, Juan Antonio Gómez-Pintado, Yolanda Pardal, Ana Manrique y Juan Carlos Vellido intentan conquistar lectores a través de la novela, mientras Javier Mije lo hace desde los territorios del relato. Un grupo de autores que muestra la irregularidad de la actual literatura.

De los seis autores noveles que ocupan hoy esta página, sólo a tres de ellos (Juan Aparicio-Belmonte, Javier Mije y Juan Antonio Gómez-Pintado) se les puede considerar, con un sentido muy amplio de su significado, escritores, o proyectos de escritores. Sus obras, en todo caso, reflejan cierta conciencia del arte de escribir, y esto supone, de entrada, la acreditación de un mérito suficiente para seguir su trayectoria en un futuro inmediato. Por el contrario, de los tres restantes autores se puede decir, y a la vista está, que han escrito -más adecuado sería decir han perpetrado- una novela, pero en su caso es una hazaña muy desvaída, como subir a un cerro, y para lograrlo han tenido que rebajar su índole artística a vaciadero de ocurrencias. Las llamaremos novelas, qué remedio, por comodidad, pero su entidad literaria no alcanza la agudeza de una atropellada conversación de borrachos, a quienes, por otro lado, no se les pasaría jamás por la cabeza retener en letras impresas sus pataleos verbales.

Pero vayamos, primero, a lo

que importa. Mala suerte (Lengua de Trapo), de Juan Aparicio-Belmonte (Londres, 1971), es una ingeniosa, divertida, en ocasiones desvergonzada novela policiaca, en la estela de las parodias de género de Eduardo Mendoza. Esta anexión indudable no presupone, desde luego, mimetismo alguno; Aparicio-Belmonte tiene su propio sentido del humor, y aprovecha hábilmente su narración para generar una caricatura social centrada en un abogado lenguaraz, una guapa comisaria, un psicoanalista con aspecto de torturador franquista y un ex legionario paranoico que se guía por tópicos de resentimiento de clase obrera. La mezcla y colisión de estos cuatro personajes, con la asistencia de otros de menor entidad, igualmente ridiculizados, pone en pie una intriga más bien endeble, pero que, al estar al servicio de la parodia, permite que el sarcasmo sea el verdadero protagonista de la novela. Ése es, tal vez, su único propósito literario, y de ahí su efecto tonificante. Aunque prosista descuidado, Aparicio-Belmonte controla el disparate que bordea su novela. Conocemos enseguida la solución del crimen, y así no distrae al lector con acertijos para que pueda seguir los trazos caricaturescos de los personajes, que aquí se dibujan con notable sagacidad. En un alarde de malabarismo, recurre al registro metaliterario prácticamente en la última línea, lo que indica que no sólo parodia un género, sino que le queda cuerda para burlarse de sí mismo. Tanta parodia, sin embargo, puede llevar a la esterilidad.

El camino de la oruga (Acantilado) es el libro de relatos con el que Javier Mije (Sevilla, 1969) presenta sus excelentes credenciales de escritor. La forma breve se adapta bien a su prosa, pero revela una ambición tímida. El título es una referencia a la realidad como vulgaridad insoportable: "Un camino de babas, lento, seguro y feo", se dice en el último cuento. Sus personajes se mueven en una especie de limbo interior, apegados a la rememoración de fracasos sentimentales, con un martirizado sentido de la tragedia, a punto de cometer, otra vez, los mismos errores que les llevaron a la soledad. Se podría decir que la prosa de Mije se articula para desvelar los mecanismos de la fatalidad. Junto a una cita muy conocida de Machado sobre el dolor benéfico, el otro epígrafe que abre el libro, del desolado Thomas Bernhard, propone una concepción infausta de la existencia: "Cuando veo hombres, veo hombres desgraciados". Todos los cuentos son fieles a esa consigna; y si ocasionalmente a algún personaje le exalta una forma de felicidad, el fracaso íntimo es siempre más poderoso que el triunfo. En el relato Un corredor de fondo, el atleta vitoreado al alcanzar la meta llorará de orfandad en medio de la fanfarria de su éxito. La mirada que proyectamos sobre nosotros no es de vanidad, parece decirnos Mije, sino equívoca e infeliz. En otro cuento, Sabio en esperas, se describe el desasosiego de una espera amorosa cuando se trata, en realidad, de los preámbulos cotidianos de una jornada de trabajo. Ahí se habla del "momento en que el día se saturaba de engaños". Esa percepción es el ámbito que explora la prosa minuciosa y sonámbula de Javier Mije, que transforma en irreales los actos más concretos y los expone, como vistos por primera vez, en la dimensión recóndita que sólo ilumina la literatura.

Música y fieras (Lengua de

Trapo), de Juan Antonio Gómez-Pintado (Madrid, 1970), despliega una estructura de narraciones añadidas que produce, por un lado, la sensación de que la novela puede concluir en cualquier momento, y por otro, que no acaba nunca de cerrarse, al no encontrar una clausura adecuada. Sin embargo, se sobrepone con holgura a este desconcierto y hace de la deficiencia virtud. El resultado es un ensamblaje de cruces de destino y azar desfavorable donde los personajes malogran, sin saberlo, la oportunidad que podría cambiar radicalmente sus vidas. Hay un escritor que dejará de escribir, porque la agente literaria que lo busca nunca lo encuentra en su domicilio; hay un pianista devenido en transportista que coquetea dramáticamente con la ilegalidad; un médico solitario, obcecado en el odio a los gatos; un matrimonio leal en los sentimientos, pero adúltero en la gula... La fatalidad en Mije era de orden metafísico; en Gómez-Pintado es simplemente de suerte. Escritor más apegado a lo cotidiano, sus personajes padecen un común descontento que se aplacará con la aceptación de una existencia vulgar. La novela es un mosaico sobre el esfuerzo sin éxito que lleva a esa conformidad. La docena de personajes que pone en movimiento Música y fieras están relacionados por hilos muy tenues, azarosos y frágiles, o bien por sentimientos o intereses profesionales, pero en ningún caso los vínculos son beneficiosos, como si toda relación llevara dentro un núcleo de destrucción. No hay protagonistas, sino focalizaciones diversas, lo que da a la novela una apariencia de colmena giratoria donde las esperanzas se frustran en el aislamiento de cada personaje. Novela de desencuentros y ocasiones perdidas, expresa notablemente la desazón de no hallar un claro asentamiento en la realidad.

Mala suerte. Juan Aparicio-Belmonte. Lengua de Trapo. Madrid, 2003. 189 páginas. 15 euros.
El camino de la oruga. Javier Mije. Acantilado. Barcelona, 2003. 122 páginas. 8 euros.
Música y fieras. Juan Antonio Gómez-Pintado. Lengua de Trapo. Madrid, 2003. 249 páginas. 16 euros.
Un mal paso. Yolanda Pardal. Tabla Rasa. Madrid, 2003. 222 páginas. 15 euros.
Nadie dura siempre. Ana Manrique. Barataria. Barcelona, 2003. 391 páginas. 11 euros.
El hombre que vivía en una pecera. Juan Carlos Vellido. Martínez Roca. Madrid, 2003. 232 páginas. 17 euros.

Desparpajos

ALGUNA VEZ un título, sin más intervención que su pertinencia expresiva, es un enunciado válido también para definir el trabajo literario de su autor. El título de la primera novela de Yolanda Pardal (Madrid, 1960), Un mal paso (Tabla Rasa), se ajusta de maravilla para definir en pocas palabras el descuidado empeño con que ha abordado el género novelístico. Es sorprendente de qué modo su novela incurre en el excedente de moralina que ostenta el género sentimental. Se adivina, muy a lo lejos, que su modelo ideal es la novela decimonónica, pero el magisterio claramente patente es una Corín Tellado parsimoniosa. Los malos son aquí torvos, feos; los buenos burgueses, ingenuos ante el mal, sucumben al dar la espalda a la paz doméstica. Y los hijos, pobrecitos ellos...

En un registro totalmente opuesto, con pretensión de hacer del desparpajo un atributo de vivacidad narrativa, tanto Ana Manrique (Girona, 1964), con Nadie dura siempre (Barataria), como Juan Carlos Vellido (Barcelona, no se indica año), con El hombre que vivía en una pecera (Martínez Roca), se proponen imponer -otra vez, Díos mío- una novela generacional y cómplice, dirigida para disfrute de amigos y colegas, con un uso desmedido del vocabulario de la calle, rastrero y onomatopéyico, que trae de nuevo lo que hace poco se llamó novela magnetofón. La obra de Ana Manrique, una historia desquiciada de hermano que reencuentra a hermana (y viceversa), con dosis gruesas de astracanada, mucha mugre y mucha histeria, cuyos mejores momentos son los vuelos almodovarianos, consigue crear con lo inverosímil un delirio donde el argumento se traba con la incoherencia, y la novela no sabe adónde va. Por su parte, la narración de Vellido sobre la frustración de un empleado de banco que quiere emular a Ronald Biggs, el cerebro del robo al tren de Glasgow, no daba más que para un cuento bastante tonto. El autor lo alarga, sin embargo, hasta límites imposibles, porque su libro forma parte de una serie de cuatro novelas, según la solapa, "de contenido moderno, joven y sin tapujos". Como algunos refrescos, vaya.

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