Donde Lázaro
M i lugar favorito es el pasado. Contra lo que pudiera pensarse, se trata de un lugar muy vivo y en continuo movimiento. El caso es que este verano murió Lázaro. Su restaurante ya ha abierto las puertas, con gran éxito, en esa ciudad de los recuerdos donde se excavan a cada poco nuevas avenidas, se diseñan jardines y toman piso personajes elegantes y esenciales. Uno de los beneficios de la edad madura es el crecimiento constante de esta ciudad interior y la sombra que proyectan sus arboledas sobre la incandescencia del presente. Lázaro murió sin quererlo, luchando a brazo partido, con un cabreo enorme, y se comprende. Aún era joven y estaba empezando a disfrutar de su particular ciudad retirada. La muerte tiene este aspecto sacrifical: ensancha la memoria de los vivos a costa de la propia. Cuando mi pasado está, no está la muerte, es lo que, en realidad, dejó dicho Epicuro. El pasado es la única primera persona del singular.
Lázaro organizó el restaurante más limpio de Barcelona. Se trata de un adjetivo con muchas variaciones. Una la dio Néstor Luján, que era un habitual. Cuando enfermó mortalmente y lo ingresaron en el hospital Clínico no sólo pidió que le trajeran la comida de donde Lázaro. También los cubiertos. Todo le daba asco, a excepción de esta platería. Lo comprendí perfectamente. A veces también yo iba a comer allí estrictamente para limpiarme. Un restaurante limpio es muchas más cosas. Un lugar donde se sabe bien lo que hay en el plato. Donde uno paga por lo que hay y no por ilusiones, incluso legítimas. Un lugar bien iluminado, silencioso y estable. Baste decir, como resumen, que el mejor plato de los que presentaba eran unas croquetas de Jabugo. ¿Quién come croquetas fuera de casa, sin la visión, aunque fugaz, de unas manos, y no las de mamá, en la masa? Favorecidas, sin duda, por su consistencia aérea, las croquetas aparecían en el plato como meros dones de la naturaleza ante los que no se planteaban mayores indagaciones. Cuando una cocina, es decir, una manipulación, adquiere esta condición frutal, edénica, decimos que un restaurante ha cumplido su misión. O sea que donde Lázaro, como en los libros escritos con educación, no se veían nunca las tripas: ni siquiera en su morcilla de Burgos o en su plato de callos con garbanzos, monumentos al olvido.
A Lázaro le gustaban los escritores. Tenía a Espinàs como un plato más de la casa. Y el rostro se le iluminaba cuando veía entrar a uno de ellos, de paso por su casa. A Francisco Rico, el mediodía de una Nochebuena, le presentó un atún fresco que adelantó el natalicio. En cuanto a Eduardo Mendoza, el restaurante era uno de los escasos accidentes que encendían sus leves carrillos y era realmente prodigioso ver cómo, desde su general desasimiento, mojaba pan en la salsa. A Umbral, una noche, Lázaro mandó guisarle un arroz blanco, muy zen, cuando comprendió que el escritor se hacía cada día una paella con sus metáforas. Cuanto más caprichosos se mostraban los escritores, mayor era su contento y más ancha su sonrisa. Nunca fue tan feliz, y fue poco antes de morir, que cuando Ferlosio le pidió para beber una buena jarra de agua del grifo, porque probar el agua corriente del lugar adonde llega, decía el maestro, es una obligación del viajero.
En el paisaje que supo organizar, tras muy arduos esfuerzos, figuraban también los conspiradores del mediodía. No sólo es que usualmente fueran donde Lázaro a la hora de comer, sino que eran conspiradores que ya habían atravesado su mediodía. Aunque no sus demonios. Francesc Sanuy era el más habitual, otro plato de la casa. Pero también aparecieron por allí Lluís Prenafeta y Josep Maria Cullell. Los crepúsculos lo ennoblecen todo y lucían hasta hermosos. Los conspiradores solían ocupar un reservado, como de juguete, al lado de la cocina. Todo el restaurante los oía, a través de la falsa ventana del tabique. Pero nada importaba ya.
En septiembre, las hermanas de Lázaro verán si siguen. Fina, madre fogones, es una cocinera asombrosa, y Carmen tiene el punto de cocción exacto, entre la reserva y la amabilidad, que debe caracterizar al que toma nota de la vida. Es una decisión difícil, desde luego, ahora que Lázaro se ha pasado a la competencia.
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