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Columna
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En la trampa

Los habitantes de Madrid por aquí andamos, penando y sudorosos, ignorantes de nuestra verdadera situación. Creemos que nuestra ciudad se halla, más o menos, en el centro geográfico de la Península y que desde la Puerta del Sol salen todos los caminos que llevan a cualquier parte. Puro espejismo. Sin apenas darnos cuenta el meollo de la capital está siendo rodeado, cercado de carreteras que la envuelven, como los vendajes a las momias egipcias. Mucho ha llovido desde los tiempos de Madrid, castillo famoso, que no otra cosa fue, aislada fortaleza apenas humedecida por un modesto río del que se puede decir de todo excepto que se haya salido de madre.

Los enrocados en la última edad hemos ido despojándonos de hábitos y deberes, reduciendo -como en una parabólica vuelta atrás- el horizonte entre los confines de nuestro barrio, de nuestra calle, de lo que alcanza la vista cuando nos asomamos al balcón. Volvemos al castillo moruno. Mientras, a nuestro lado, la ciudad crece, se agiganta, aleja sus fronteras, se hace desconocida. Quizá quede el resquicio para escaparse hacia el norte, por la referencia de la sierra del Guadarrama, de donde nos llegaba la pura agua de Lozoya, la fina brisa que merece las noches estivales, traicionero cuchillo en los meses de invierno.

Los trenes de cercanías, una actividad subalterna hace medio siglo, enhebran los municipios vecinos, con poblaciones de mediana urbe. Los autobuses tienen parada en las plazas del resto y la universalidad del uso del automóvil pone a la parcela -residencia o segundo hogar- aparentemente al alcance de la mano. Pero cada día resulta más difícil salir a quienes hemos perdido la frecuencia de los viajes por carretera. Las señalizaciones, que más de una vez hemos maldecido, inducen al extravío, a regresar al mismo punto que acabábamos de dejar atrás. Nuevos y desconocidos barrios se alzan detrás de la conocida periferia y no hay solución de continuidad entre las lindes. Lo inquietante son las nuevas vías de circunvalación. No estamos en contra de horadar Madrid, crear enlaces ferroviarios subterráneos, ya que son de suponer los estudios previos que permitan -sin acabar en los tribunales- dotar de mayor movilidad a los ciudadanos. Y a las ciudadanas, por descontado. Contribuirá a interiorizar el caos y parece que de eso se trata. Mientras, por medio de frecuentes respiraderos, podamos alcanzar la superficie en paisajes más o menos conocidos, todo irá bien. Me preocupan los círculos de asfalto sucesores de las M-30 y M-40 que seguirán construyéndose sin fin, hasta que acogoten definitivamente a quienes aquí residimos. A veces, en la agobiada hora de la siesta, me asalta la preocupación de que todo eso constituya una gigantesca confabulación, una trama, que es lo que se lleva, para que los madrileños ya no podamos salir nunca jamás del territorio urbano. Ajenos a la ciencia urbanística y guiados por una especie de sentido común ya en desuso, consideramos el problema del suelo, que tanto preocupa a todos o casi todos los políticos. Planes de 70.000, de 250.000 viviendas, encerradas en un perímetro que no parece ampliable, cuando el campo mayoritariamente yermo de la provincia brinda cimientos para expandir la urbe en varios sentidos, contra las predicciones de lo que ha de ser el hábitat del futuro.

No debería sorprendernos tanto el precio de la construcción y me asombra que tan poco se mencionen esos costos, comparados con los que han regido hasta ahora. Aparte de los varios pisos subterráneos para aparcamiento de vehículos, ya es imposible hurtar la inclusión de cableado informático, absolutamente imprescindible y no sólo para la televisión y el ordenador. Creo que en toda mi extensa familia no hay un solo constructor, lo que quiere decir que somos gente de medio pelo, pero asombra lo mal que se defienden y se explican quienes parecen los enemigos del género humano. Se puentean los presupuestos y el ansia de los pocos que realmente especulan y se forran, complica el problema, pues la solución no está en simplificarlo, sino en darle justa dimensión. Al tiempo, continúa el trazado de nuevas autovías que, en el momento que sea necesario, sin previo aviso, se taparán con unas vallas de Obras Públicas para impedir que los habitantes pongamos un pie fuera de esos insalvables límites de la Comunidad. Y entonces, nos ajustarán las cuentas.

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