Noches de verano en el Born
Fue en verano, un verano de la década de 1980 cuando visité por primera vez Barcelona, una ciudad donde no conocía a nadie. Me perdí en el laberinto de callejuelas que rodean Santa Maria del Mar, donde me recibieron hileras de palacios medievales como perlas ennegrecidas. Admiraba las columnas esbeltas en los patios, las calles con sus muros impregnados de sol, del aceite refrito de tantas cenas de penuria compartida y del calor del empeño de muchas generaciones. Paredes que no eran cuidadas ni recién pintadas, ni siquiera eran limpias y se rompían, se agrietaban y se desconchaban como la pasta de hoja de un cruasán recién salido del horno para invitarme a compartir la vida que atesoraban.
Y yo paseaba entre esas paredes que el tiempo y los anhelos humanos pintados en su superficie ("Llibertat Països Catalans", "¡España es una!", "Estimo la Pepa") transformaron en obras de arte, deambulaba entre esos enormes lienzos grises y negros humanizados por decenas de símbolos trazados con tiza blanca y pulverizador de colores como unas tablas gigantes cubiertas con jeroglíficos. Avanzaba y admiraba los hermosos montones de basura en cada esquina, esos bellos collages e instalaciones hechos con los objetos despreciados, devoraba con la vista las bolsas de basura ante los portales de las casas y los palacios góticos..., y me daban la bienvenida Tàpies y Guinovart, Clavé, Miró y Picasso, todos esos genios que habitaron y se inspiraron entre esos muros. Y de repente supe con certeza que esta ciudad ya me había cogido entre sus garras.
Han pasado meses y años y décadas, y vuelvo siempre a este barrio: hoy he quedado con unos amigos para cenar en L'ou com balla: mientras saboreamos una ensalada libanesa y un segundo plato turco, pienso en las cenas de muchos veranos atrás, aquí, en esta formatgeria, hoy convertida en un íntimo restaurante multicultural, que bien podría ser un símbolo y recuerdo de lo que fue este barrio a principios de los ochenta, el barrio donde la libertad se construía a golpes de teatro, música y pintura, el barrio del Saló Diana y de Zeleste, de la Orquestra Mirasol y la música layetana, de Sisa, Gato Pérez y tantos otros inspiradores de la Barcelona canalla. Esos años en que recorrían sus calles Ocaña y otros artistas efímeros de tan humanos, en que un Miquel Barceló sin blanca pintaba sus grandes cuadros sobre cartones recogidos por las calles y Javier Mariscal empezaba a conferir la imagen de Barcelona que de canallesca se convertiría en oficial.
Tras la cena vuelvo a pasear, hoy, en la noche de otro verano, por el barrio, transformado de pobre en multicultural... Sí, ahora que las tiendas de ropa parisina están cerradas y la tenue iluminación de los faroles suaviza la pintura de color pastel de las plazas recién renovadas, todo parece como antaño: los grises muros agrietados, los bares del paseo del Born y los contenedores en las esquinas que lucen bellos assemblages hechos de vigas y cajas y cubos, un Papá Noel descolorido y periódicos en árabe; eso sí es nuevo, esos periódicos y toda esa gente vestida en largas túnicas que habla melódicas lenguas guturales.
Han pasado meses y años y décadas, y esas calles siguen despertando en mí un entusiasmo igual al del primer día, y como durante mi primer vagabundeo, hoy también, mientras paseo, leo sus nombres: calle del Esquirol, plaza de las Olles, Banys Vells, calle de los Mirallers, calle de la Volta del Tamboret, Tantarantana... Los repito como una letanía, como un encantamiento, como un poema de los tiempos antiguos, y pienso en el espíritu creativo de Barcelona: es aquí donde nace, por fin lo sé, ¡surge de la penumbra de esas calles!
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