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Ciencia recreativa / 24 | GENTE
Columna
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Cenas de familia

Javier Sampedro

LUIS F. SANZ

La causa de la extraña epidemia que padecían los Fore, una antigua población de Papúa Nueva Guinea, era tan misteriosa que el médico australiano Vincent Zigas estuvo a punto de abandonar la fisiología por la parapsicología, como se ve en este texto que escribió en los años cincuenta: "¿Qué miasma invisible está matando a estas gentes? ¿Es una influencia enigmática de naturaleza atmosférico-cósmico-telúrica, ubicua e inexorable,

la que les impregna, les envenena y les mata?".

Por fortuna, Zigas recibió en 1957 la visita de un investigador de 34 años formado en Harvard y menos dado a la poesía mística. Se llamaba Daniel Gajdusek (el apellido es eslovaco), y se había educado en el lado oscuro de la ciencia a la tierna edad de cinco años, cuando, paseando por el jardín con su tía Irene, que era entomóloga, descubrió unas avispas que ponían sus huevos dentro de las larvas de un escarabajo. Los huevos eclosionaban y

las futuras avispas se comían

a la larva desde sus propias entrañas, en uno de los espectáculos más edificantes que la naturaleza puede ofrecer a un niño predispuesto. Daniel fue un buen estudiante, y no tuvo

más problemas en la escuela que las ocasionales reprimendas que le

dedicaban los profesores al verle

pasear con un frasco de cianuro

potásico. Para matar a los insectos,

se entiende.

En Papúa Nueva Guinea, Gadjusek se sintió tan intrigado como Zigas por la extraña epidemia de los Fore, pero el joven de Harvard había leído atentamente a Dostoievski, Chéjov, Baudelaire, Rimbaud, Valery, Poe, Melville, Ibsen, Schiller, Nietzsche y Kafka, de modo

que no le fue difícil resolver el enigma:

el horrible miasma atmosférico-cósmico-

telúrico que transmitía entre los nativos la maldición llamada kuru no era más que el canibalismo. Los Fore habían inventado a finales del siglo XIX un nuevo tipo de cena de familia en la que

se comían los cerebros de sus parientes muertos. Hoy sabemos que ese almuerzo contiene priones, y que estos agentes infecciosos se transmiten óptimamente entre miembros de la misma especie.

El niño del cianuro recibió el Premio Nobel en 1976.

En 1999, los investigadores de Atapuerca encontraron unos curiosos restos humanos en la excavación de la Gran Dolina. Allí los huesos estaban cada uno por su lado, aparecían mezclados con restos de animales de todo tipo y, al igual que éstos, revelaban signos evidentes de los típicos cortes, mellas y cizalladuras que suelen mostrar los residuos de la comida de nuestros ancestros. El Homo antecessor era un caníbal hace ya 780.000 años.

El grupo de John Collinge, del Imperial College de Londres, acaba de empeorar el cuadro de manera drástica. Se sabe que las enfermedades transmitidas por priones, como el kuru y las vacas locas, no afectan por igual a todos los individuos. Los humanos tenemos dos copias del gen del prión. Si las dos son iguales, somos más susceptibles al contagio por los priones de la dieta. Si las dos son distintas, estamos mucho más protegidos. Pues bien, los británicos han examinado a 30 mujeres Fore que habían participado en cenas de familia, y 23 de ellas tienen dos copias distintas del gen del prión, un porcentaje muy superior al que muestran las mujeres Fore díscolas que no participan

en esos banquetes. Collinge concluye que la práctica del canibalismo ha seleccionado esa composición genética protectora. Nada raro

hasta ahí.

Pero la sorpresa vino cuando el equipo analizó los genes de otras 2.000 personas de todo el mundo, porque la fórmula genética que protege contra los peligros del canibalismo no conoce fronteras, y alcanza en todas partes un porcentaje muy superior a lo que sería esperable de no haberse dado una presión selectiva continuada. Nadie está libre del miasma atmosférico-cósmico-telúrico: todos hemos sido caníbales en algún momento. ¿Me pasan el cianuro potásico?

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