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Ciencia recreativa / 23 | GENTE
Columna
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El origen de las especies (en re bemol)

Javier Sampedro

Una de las críticas científicas más usuales contra Darwin es que, pese a que tituló su libro El origen de las

especies, lo único que no dejó claro fue cómo se originaban las especies, precisamente. Darwin demostraba allí que todos los seres vivos del planeta provenían de "una o unas pocas" formas muy simples y primordiales. Y defendía con brillantes argumentos que el motor de toda esa evolución era la selección natural, la supervivencia diferencial y mayor reproducción de los individuos más adaptados al entorno local en que les ha tocado vivir. Pero el propio Darwin era consciente de que no había logrado explicar de forma sólida cómo se formaba una nueva especie, ni por qué el mundo estaba dividido tan nítidamente en especies bien diferenciadas, sin la confusión que cabría esperar de un mecanismo evolutivo gradual y continuo como el que él mismo había propuesto.

Han pasado 144 años desde que Darwin publicó su obra capital, y ahora disponemos de varias teorías muy sólidas para explicar cómo una especie puede escindirse en dos. La más aceptada sigue siendo la teoría alopátrica (del griego allos, otro, y del latín patria): una pequeña población queda aislada por una barrera geográfica, y no contiene una muestra representativa de toda la variación genética de su especie. Ese error de

muestreo, tal vez unido a las peculiaridades de su hábitat aislado, hace que la población cambie rápidamente, en sólo unos cientos o miles de generaciones. La barrera geográfica puede desaparecer después, pero para entonces la población pequeña ha acumulado tantos cambios que ya no puede producir descendencia fértil al cruzarse con el resto. Ya hay dos especies donde antes sólo había una.

Observar el nacimiento de una nueva especie en directo, sin embargo, es casi imposible, porque el proceso, por muy rápido que sea en las escalas de los geólogos, es demasiado largo en comparación con la vida de un científico, o de las cinco generaciones de científicos que han vivido desde Darwin.

Michael Sorenson, de la Universidad de Boston, acaba de demostrar un extraordinario caso de especiación que no requiere ninguna barrera geográfica, y que además está ocurriendo delante de nuestras narices (Nature, 21 de agosto). Las viudas africanas son unos pajaritos negros como el azabache que, al igual que el cuco, ponen los huevos en nidos de otras especies para que las incautas les críen a la prole. Pero tienen una peculiaridad: de polluelos aprenden las canciones de sus anfitriones. Cuando alcanzan la mayoría de edad se largan de su nido adoptivo, como buenos parásitos desagradecidos, pero llevan impresa en el cerebro la marca de su destino. Porque los machos cantan las canciones que han aprendido de pequeños. Y las hembras eligen como pareja sólo a los machos que cantan esas mismas canciones. Para colmo, cuando esas hembras tienen que poner los huevos, eligen los nidos de la especie que canta la misma canción, con lo que el ciclo se repite generación tras generación.

El resultado de esa auténtica bomba darwiniana es que una única especie de viuda africana se ha dividido recientemente en nada menos que diez especies distintas: cada vez que a una viuda le da la pájara y deja sus huevos, aunque sea por error, en el nido de una especie no ensayada hasta entonces, la bomba darwiniana se pone en marcha y acaba apareciendo un nuevo modelo de viuda. No se precisa mucho tiempo. Tampoco una barrera geográfica. Basta perder por un minuto la partitura.

Imaginen un símil humano. Los niños que crecen inyectándose OT se hacen adultos, se van de casa y sólo se aparean con otros niños que también crecieron inyectándose OT y, ¡oh, Dios mío!, allí no surge ninguna especie nueva porque todos los niños del mundo han crecido con la misma canción. La permanencia intacta de nuestra especie parece estar garantizada por el mal gusto.

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