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Crítica:CULTURA Y ESPECTÁCULOS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La memoria del ballet soviético

El Ballet Imperial Ruso se presentó anteayer, con un notable éxito de público, en el Patio del Cuartel del Conde Duque de Madrid, que preside honoríficamente y asesora Maya Plisetskaia y que dirige artísticamente el ex miembro del Bolshói de Moscú Gediminas Taranda. De un excesivamente largo programa hay que hacer justicia: los tres fragmentos mejor interpretados y que mejor se avienen a estos artistas moscovitas son los que proceden de la tradición de la época soviética.

Probablemente hoy día no quede bonito ni sea políticamente correcto el decir y reconocer cuánto debe el ballet en sí mismo a la etapa soviética. Y la verdad es que, si algunas cosas del siglo XIX se han transmitido más o menos intactas y de forma respetable al XX, ha sido por la disciplina de los rusos. Esto sucede con toda claridad en Cascanueces, donde la coreografía de Vainonen se acepta como la mejor y más cercana a un original básicamente olvidado.

Por su parte, La noche de Walpurgis, de la ópera Fausto, de Charles Gounod, fue coreografiada por Laurovski a finales de los cuarenta y dio muestras inmediatamente de instalarse para siempre en el repertorio nacional, hasta el punto de que hoy forma parte de una especie de elenco patrimonial denominado Fondo de Oro de la Coreografía Rusa. La mejor bailarina del conjunto es sin duda la que se apellida Surneva, y el mejor bailarín, uno que se apellida Radev, porque el programa, ahorrando tipografía, apenas pone iniciales en los nombres de los artistas. Esta pareja mostró cohesión estilística, técnica y ese concepto de recurrir al baile ligado que caracteriza al buen ballet. No se puede decir lo mismo del resto del programa, a veces tópico y a veces vulgar. La idea de homenajear a Plisetskaia convirtiendo la primera variación solista de la Carmen que Alberto Alonso creara para ella en 1968 en un baile coral para algo más de doce mujeres es una idea equivocada en el fondo y en la forma, lo mismo que sucede con la extrapolación del Bolero de Ravel hacia una especie de sueño en el Egipto antiguo y donde la mortal Nefertiti es convertida en diosa. Son los problemas típicos del mal gusto, lo que toca directamente a la escena final titulada Can can sorpresa, algo que quiere divertir y da vergüenza ajena, no teniendo explicación alguna en tan correctos artistas de ballet.

La compañía ya había visitado España anteriormente y ahora la plantilla aparece bastante mejorada, con nuevos elementos jóvenes, pero quizás haría falta que el ojo y la experiencia de Plisetskaia estuvieran más cerca y al tanto de los resultados escénicos.

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