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Columna
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El círculo que se rompe

Hace unos días, el 14 de agosto, EL PAÍS publicaba la noticia de la sospecha, ampliamente extendida entre la comunidad científica, de que la ola de calor sufrida por Europa tiene una relación directa con el cambio climático que se viene anunciando, y que es consecuencia del efecto invernadero provocado por la emisión continuada de dióxido de carbono a la atmósfera. "Es imposible decir con exactitud que la ola de calor se deba al cambio climático, pero llevamos años alertando de que van a aumentar los fenómenos extremos y éste es uno de ellos", decía el presidente del grupo de expertos de la ONU sobre el clima.

El problema es que los pronósticos se van cumpliendo. Hace unas décadas se predijo el efecto invernadero, y éste llegó. Más tarde se advirtió que la masa de hielo polar podría disminuir, como consecuencia de la elevación de las temperaturas, y lleva años disminuyendo. Se avisó de la alarmante posibilidad del cambio climático, y parece que ahí lo tenemos. Aunque los científicos, gente siempre cauta, digan que no es absolutamente demostrable su relación con los calores que hemos sufrido. Como tampoco puede demostrarse la relación entre la esperanza de vida y la dieta mediterránea, aunque sepamos que dicha relación existe por la experiencia acumulada.

Hace unos días, el inefable Luis María Ansón escribía en su periódico que no debía exagerarse la cosa, ni alarmarse respecto al futuro. La humanidad, decía, siempre ha encontrado salidas a los problemas que han ido apareciendo y su demostrada capacidad para innovar permitirá que, de la mano de la tecnología, aparezca también ahora una solución. Yo pensaba, ingenuamente, que el señor Ansón confiaría más en unas buenas rogativas para pedir agua y estabilidad climática a la divina providencia, que en la ciencia, que siempre ha sido cosa de descreídos. Pero, al parecer, la secularización creciente de la vida, y la abrumadora presencia de la tecnología más sofisticada en todos los ámbitos de nuestra existencia, ha hecho mella en las convicciones de la gente hasta el punto de sustituir la demanda de procesiones por la de más dinero para la investigación.

Ha pasado ya mucho tiempo, más de treinta años, desde que Barry Commoner, científico norteamericano y una de las voces que más tempranamente se levantaron para alertar sobre la gravedad de los problemas medioambientales que la humanidad estaba causando, publicó un famoso libro titulado El círculo que se cierra. Planteaba en él que en el curso de la evolución surgió una forma de vida que reconvirtió los residuos de los organismos primitivos en nueva materia orgánica. Así, los primeros organismos fotosintéticos transformaron el curso lineal y rapaz de la vida en el primer gran ciclo ecológico y, al cerrar el círculo, consiguiendo lo que ningún organismo vivo puede alcanzar por sí sólo: la supervivencia. Los seres humanos -decía Commoner- han roto el círculo vital impulsados no por una necesidad biológica, sino por la organización social y económica que ellos mismos inventaron para conquistar la naturaleza, con el resultado de una crisis de supervivencia.

Ansón y otros profetas de las soluciones tecnológicas creen probablemente que el ser humano puede, por si solo, garantizar su supervivencia futura. Por ello, no hay que tener miedo a la conflictiva relación en que vivimos con la naturaleza. No importa que la comunidad científica lleve años alertando sobre las consecuencias de nuestros actos y sobre los posibles impactos irreversibles que pueden alcanzar. Siempre hemos encontrado soluciones para todo. De momento, Ansón tiene aire acondicionado, lo que no deja de ser una solución. En cuanto al futuro, ya vendrán nuevas tecnologías. Y, en todo caso, ya no estaremos para tener que dar explicaciones a nadie. Nuestros bisnietos tendrán que pedir cuentas al maestro armero.

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