Un río adolescente
No hace falta saber mucho de ríos para entender que se les pueda aplicar a las diversas partes de sus cursos una clasificación metafórica basada en las edades humanas. Así, hay ríos infantiles, de aguas todavía escasas y rápidas, y de cauces mínimos; hay ríos adolescentes, unas veces tímidos en su apresuramiento, otras demasiado atrevidos; hay ríos con caudal y aplomo adultos; y hay, en fin, ríos ancianos, lentos en su dejarse ir final.
El Ebrón, un afluente del Turia que viene de los Montes Universales y entra en el Rincón de Ademuz por Castielfabib, es, se lo mire por donde se lo mire, un río adolescente. O hablando con más propiedad: un río al que no se le deja superar la adolescencia y muere, aún en flor, unos kilómetros más adelante, a la altura de Torre Baja. En su caso la juventud está vinculada a la timidez, por eso cuando llega a Castielfabib discurre, en la cerrada curva que traza en torno, como queriendo pasar desapercibido, oculto casi completamente en su hondo lecho bajo un soberbio bosque de ribera compuesto por álamos negros y blancos, sauces, fresnos copiosos y nogales. No estamos ante un jovencito tontiloco, es decir, ante un río caótico o caprichoso; hay una prueba de ello en el volumen de sus aguas abundosas, casi constante a lo largo del año, lo que ha propiciado la regularidad inhabitual de su cauce, nunca ancho, que parece excavado y perfilado con herramientas humanas. El Ebrón recuerda a un afanoso y responsable muchacho campesino muy preocupado por realizar debidamente su trabajo: fluir y fluir sin alardes y sin desperdicio ninguno de su valiosa mercancía.
"No estamos ante un jovencito tontiloco, es decir, ante un río caótico o caprichoso"
A partir del pequeño puente que llaman de La Ruidera, el río sale a campo abierto dejando atrás una profunda brecha en la base del cerro donde se asienta Castielfabib. Abandona también una huerta bucólica, de las que ostentan el verdor espeso de las matas de calabaza y de otras hortalizas puras junto a manzanos de fruto casi áureo. Enfila entonces su tramo último sin saberlo. Con la serena alegría de un buen chaval que ignora su destino, se deja flanquear a trechos por hileras de chopos elegantes mientras cruza un valle donde el almendro y los pinos desperdigados se combinan con un monte bajo de gran austeridad. Lo miran montañas de cumbres aplanadas. Sus aguas frías las toca un sol punzante y seco.
Y así arriba a los pies de Los Santos, pequeña población que lo agasaja con la custodia de una chopera veterana y lo pone de nuevo en el alivio completo de la sombra. El Ebrón entra en contacto aquí con una carretera general y, al menos en los meses estivales, con la presencia de la gente. A su orilla se ha construido una piscina de tamaño proporcionado al de la aldea y un chiringuito playero en aguas dulces donde las horas se refrescan y en donde puede disfrutarse de la rara armonía establecida entre el rumor del río inmediato, las canciones del verano y el cantar de ruiseñores y de mirlos. Pero la verdad es que el Ebrón se muestra indiferente a todo esto y sigue a lo suyo: su perfecto pasar en su cauce perfecto. Muy pronto va a encontrarse con el Turia, súbitamente.
Dijeron los antiguos que han de morir jóvenes aquellos que son amados por los dioses. Resulta grato aplicar una conformidad así a un río tan bello y tan breve. El visitante no sabe lo suficiente de ríos ni de dioses, pero se atreve a defender ese misterio.
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