Abbado y sus músicos-amigos de la nueva Orquesta del Festival cautivan en Lucerna
Los dos principales focos de atracción del Festival de Lucerna son, por un lado, la concentración de las mejores orquestas del mundo y, por otro, la atención prioritaria a la música de nuestros días. La primera semana de la actual edición, el festival que dirige Michael Haefliger se está convirtiendo, sin embargo, en una fiesta de música de cámara. Las razones son evidentes. Los músicos de la orquesta de solistas que se ha formado alrededor de Claudio Abbado están en plena recuperación del espíritu de sus años jóvenes por la manera de tocar juntos, y lo hacen en las formaciones más variadas. Ya se dice por aquí que la nueva Orquesta del Festival de Lucerna es el equivalente en música al Real Madrid en fútbol, es decir, un conjunto excelente de individualidades, capaces de hacer maravillas en cualquier momento, aunque tendrán que demostrar que pueden funcionar como equipo con regularidad. De momento, y mientras llega el día grande de la Segunda sinfonía, de Mahler, con nuestro Orfeón Donostiarra, tocan en pequeños grupos y, de verdad, hacen diabluras.
El propio Abbado dirigió anteayer la totalidad de los conciertos de Brandeburgo, de Bach, con un elenco que iba desde Rainer Kussmaul, concertino de la Filarmónica de Berlín entre 1993 y 1998, hasta Alois Posch, imponente solista de contrabajo de la Filarmónica de Viena. La atmósfera de ilusión que se respira es admirable. Además, todo el mundo se divierte, aunque las versiones no sean, ni mucho menos, de referencia. Con algunos momentos magistrales la cosa compensa. Abbado, más que dirigir, hizo de maestro concertador, sin limitar lo más mínimo las improvisaciones de sus músicos-amigos. Unos y otros sonríen, más de una vez se pierden, la espontaneidad es continua y la frescura impagable. Las libertades que se toman entran más en el carácter de juego que en el de frivolidad. Bach, en cualquier caso, no es el mundo más afín a Abbado.
Como Abbado no puede estar en todo, los músicos tocan entre ellos o invitan a alguno de fuera para compartir el clima de jovialidad. Por ejemplo, al pianista Radu Lupu, que hizo con Posch y algunos miembros del cuarteto Hagen un quinteto, La trucha, de Schubert, con un swing endemoniado y un sentido de la creatividad inolvidable. Sin salirnos de Schubert, antes el flautista Emmanuel Pahud y el clavecinista Thomas Larcher interpretaron magníficamente la introducción y variaciones D802 sobre Trockne Blumen del ciclo de canciones La bella molinera. También de cuando en cuando tocan -y muy bien- los músicos de Abbado un cuarteto de Lutoslawski, pero lo normal es que se recreen en el repertorio más conocido.
La clarinetista Sabine Meyer, con su grupo de viento, se centró en Mozart y Beethoven. Su lectura de la Serenata KV361, Gran Partita, de Mozart, fue magistral, e incluso en unas variaciones para grupo de viento del Non piu andrai, de Las bodas de Fígaro, ofrecidas como propina, provocó que el público tocase palmas -con mucho ritmo, por cierto- como si estuviese en el Concierto de Año Nuevo en Viena.
La tónica de estos días en Lucerna es así de relajada, y cuando aparece Claudio Abbado, haga lo que haga, se le ovaciona a reventar. El director italiano está feliz, claro. Sus músicos también, y el público, que abarrota todas las sesiones, disfruta de lo lindo. Todo es tan natural, tan espontáneo y tan idílico que hasta parece irreal, tan irreal como la propia ciudad-postal de Lucerna que lo acoge.
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