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Reportaje:ESCENARIOS URBANOS

Los ficus de Llorente

El poeta Teodoro Llorente Olivares, en su libro dedicado a la ciudad del Turia, indica que "los escritores musulmanes celebraban como frutos especiales y exquisitos de Valencia, el azafrán, el kermes (cochinilla), las cerezas y los higos de Onda". Sorprende esta celebración: no sabemos muy bien si el "kermes" se encuentra entre los especiales o los exquisitos, y en cuanto al azafrán, las cerezas o los higos, nos parecen frutos algo impropios de la proverbial fertilidad de nuestra huerta. Cuando los estrambóticos Gustave Doré y Charles Davillier visitaron Valencia, se entusiasmaron con todos esos frutos maravillosos vendidos por graciosas valencianas, "dont quelques-unes remarquablement belles, leur cheveux, noir comme l'aile d'un corbeau". Los ilustres hispanistas se debieron fijar mucho más en la gracia de las valencianas, y en la búsqueda de una metáfora convincente que expresase tanta belleza, que en las singularidades de la huerta. No obstante, para demostrar la "proverbial" fertilidad del campo valenciano añadían impertérritos: "Hemos visto cañas de maíz que alcanzan los cinco metros de altura, y hay algunas que llegan a los ocho metros".

"Teodoro Llorente Olivares encarna a la perfección al Merimée valenciano"
"Los enormes ficus dan cobijo a aves que cagan inmisericordes sobre el poeta"

¡Maíz de ocho metros! Sin duda, se confundieron con las cañas vulgares. George Steiner escribe de Proper Merimée unas frases perfectamente aplicables a los autores del Voyage en Espagne: "la literatura fue para él una artesanía eminente, no una obsesión ni el todo vital. La consideraba su barragana; su esposa yacía en lecho más firme". Estos autores decimonónicos emiten ese tufillo del diletante que no se toma excesivamente en serio las cosas: la escritura es para ellos un pasatiempo amable, un motivo plausible que les permite ausentarse de sus casas burguesas y realizar comilonas y tertulias con sus condiscípulos en gay saber. En cualquier caso, tras la actividad literaria no existe una obsesión (una grafomanía, si lo prefieren), ni un deseo explícito de alterar un ápice el rumbo de las cosas. En este sentido, Teodoro Llorente Olivares encarna a la perfección al Merimée valenciano, y con su poesía, en la que glosa los encantos de la huerta y de la lengua valenciana, sencillamente no se proponía nada. Incluso, en ocasiones da la sensación de que, como a Doré y Davillier, la altura de la metáfora no le permite ver la realidad.

Todos los días paso junto a la escultura a Llorente en la Gran Vía Marqués del Turia. Veo al poeta, coronado, rodeado de amables y gentiles labradores, que agradecidos, parece que lo llevan en andas. La escultura de Llorente es de bronce, mientras que la de los "llauradors" es de piedra porosa, como sugiriendo dos naturalezas distintas: la pasadera y efímera, y la inquebrantable. Alrededor de la estatua se alzan cuatro ficus monumentales: con sus raíces adventicias y sus troncos laocontonianos, dan la sensación de viejos colosos vivientes. Y, sin embargo, el ficus crece con mucha rapidez, matando al resto de especies vegetales que viven a sus pies. Frente al noble magnolio, el glotón ficus: en el Parterre, originalmente plantado de magnolios, se coló un ficus por accidente, que ha desplazado toda la botánica e incluso ha reventado las escaleras y las aceras.

Los enormes ficus de Llorente dan cobijo todas las noches a centenares de gorriones, tórtolas y estorninos, que cagan inmisericordes sobre el poeta. ¡Pobre Llorente! Allí, abandonado al bombardeo de los pájaros, produce una cierta tristeza. Nadie lee ya sus versos, y menos aún aquella sociedad valenciana aburguesada que transita indiferente a sus pies. Coronado de excrementos, nuestro diletante merimiano tiene un no sé qué de producto extraño de otros tiempos. Algo así como nuestro más entrañable y anacrónico "kermes" literario.

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