Un brindis con agua de coco
Durante dos meses recorrí la Isla de los Dioses, nombre que se ajusta estrictamente a la realidad. En un tiempo donde se usan las religiones para todo tipo de desatinos, encontramos en esta isla un hinduismo cálido y colorista que festeja el menor acontecimiento dando gracias a los dioses.
En Bali se mezclan maravillosas playas de postal con impenetrables bosques llenos de monos; volcanes negros y amenazadores, con miles de brillantes terrazas de arroz que escalonan el paisaje. Mientras, los balinenses (en las zonas no turísticas) trabajan en los campos, rezan en los templos, organizan peleas de gallos o descansan tumbados al refugio del sol, exactamente igual que desde hace mil años.
Durante un tiempo permanecí varado en una casita de paja y madera al borde del mar. En la cabaña vecina me encontré a una pareja de japoneses que hacían tambalear el tópico del turismo nipón de masas, corriendo de un monumento a otro, cargados de cámaras, como si de un solo ser con multitud de piernas se tratara. No hablaban español, ni yo japonés, y nuestros respectivos ingleses... digamos que eran más bien elementales. Pero no era gran problema, nos sonreíamos mientras bebíamos agua de coco y veíamos atardecer.
Los cocos nos los bajaron del cocotero allí mismo, el hijo de la mujer que nos alquilaba las chozas trepaba como si nada, en un abrir y cerrar de ojos estaba en la copa del árbol, que se arqueaba sobre la arena como rindiendo homenaje a las aguas.
Los cocos cayeron pesados desde lo alto, haciendo temblar el suelo bajo nosotros. Un par de secos machetazos descubrieron la pulpa blanca y el dulce líquido encerrado en ellos. Bebíamos en silencio mientras delante de nosotros se extendía el océano inmenso, murmurando para sus adentros, medio dormido, lleno de olas y peces. A nuestras espaldas, el mundo parecía haberse detenido. Permanecíamos suspendidos de un hilo entre el cielo y la tierra.
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