El salvaje escenario del Gran Cañón
Un viaje al inmenso tajo excavado en Arizona por el río Colorado
Estados Unidos es uno de esos afortunados países donde la naturaleza se ha mostrado de lo más próvida e imaginativa. Una tierra llena de contrastes naturales, de atardeceres de una belleza arrebatadora y de ríos salvajes, como el Colorado y sus afluentes, cuyas cuencas han terminado por dibujar algunos de los paisajes más inmensos y desoladoramente hermosos de la Tierra a lo largo y ancho de una meseta -The Great Plateau of Colorado River- que podría ser un simple desierto, pero que tras miles de años sometida a la fuerza indomable del viento y del agua es hoy día un increíble espectáculo de formas, colores y abismos esculpidos en piedra arenisca y roca.
La meseta del Colorado, con su imponente catálogo de cañones majestuosos, se extiende por cuatro Estados: Utah, Colorado, Arizona y Nuevo México.
Yo hice el recorrido empezando por Salk Lake City, la capital mormona de Utah. Volé desde St. Louis (una de las ciudades más deprimentes que he conocido en mi vida, dicho sea de paso), y al llegar me sorprendió el clima fresco y seco, en contraste con el húmedo y sucio sur del país. Salk Lake City está rodeado de unas montañas tenebrosas, peladas, llenas de picachos amenazadores entre los que se desenvuelven con soltura los aviones hasta entrar en pista. En medio de aquella barrera de oscuridad afilada, la ciudad se extiende, plana y ancha como casi todas las ciudades norteamericanas, que parecen hechas a escala automovilística y casi nunca adecuadas al pie humano. Sorprendentemente, está construida lejos del Salk Lake, el lago de aguas saladas, tan espesas que uno puede flotar aunque no nade muy bien. Por lo visto, Dios le dijo al profeta mormón que la construyera donde ahora está, y que no se acercara a este lago extraño, de una sobria belleza salina, que parece un pequeño mar rodeado, en algunas de sus playas, por esas montañas bajas y yermas que le dan el aspecto de una alucinación en medio del desierto. Desde Salk Lake City, bajando en coche por la autopista 15, se encuentra un pueblecito, Provo, más agradable que la capital y, esta vez sí, al borde de otro lago: el Utah Lake.
Me dirigí a Glen Canyon, una extensa área nacional de recreo que oculta, bajo las aguas de la presa (llamada lago Powell), mesas, cañones, taludes, acantilados y formaciones que ya ocuparan habitantes prehistóricos, cazadores llegados de Asia hace al menos 12.000 años. El lago Powell se construyó en medio de la controversia, como casi todos los pantanos del mundo. Su arco de cemento se terminó en 1956, y en 1966 empezó a generar electricidad. Está rodeado de túneles y maravillosas cuevas subacuáticas, que hacen las delicias de los exploradores y que se inundaron en la década de los años ochenta, cuando el agua sobrepasó el nivel habitual.
La presencia del lago ha modificado el entorno vivo, nuevas especies lo habitan ahora, entre ellas la del veraneante nacional (es raro ver turistas extranjeros por allí; viajar desde Europa resulta caro). Esta región fue, como tantas otras, explorada por españoles que buscaban una manera de cruzar el río Colorado y acortar así su camino a California. El padre Domínguez y el padre Escalante fueron los pioneros, en 1776, además de J. W. Powell, que hizo una crónica de su expedición y dio nombre al lago.
Picachos indómitos
Hice una parada en Page, un pueblecito construido en los años cincuenta junto al lago, alrededor de congregaciones religiosas subvencionadas por el Estado: baptista, católica, metodista, congregacionalista, episcopal africana, unitaria, pentecostal... El lago Powell se mecía en suaves olas de un azul profundísimo. Está rodeado de tierras blancas, con islotes que son picachos indómitos del viejo cañón sumergido bajo las aguas. Una buena parte del Glen Canyon pertenece a la Nación Navajo. El Gobierno, en su momento, cedió estas tierras a los navajos pensando que, dada su poca fertilidad, no valían nada, y resultó que eran un trozo del paraíso.
Fui a ver la Cueva del Antílope, una catedral de roca en medio de las dunas que ofrece un espectáculo de colores difícil de olvidar. En medio de la arena, unas brechas entre los riscos conducen hacia su interior. Hay temporadas en las que la arena la anega hasta cegarla, y no se puede pasar dentro; luego se retira de pronto y vuelve a aparecer la roca caprichosa y ondulada flotando en medio del polvo del desierto. Mi guía fue un señor mayor, blanco, con sombrero y aires de viejo vaquero, que juraba que tenía 11 hermanos; era alegre y bienhumorado y contaba historias de indios, de linces y de lobos. El suelo de la gruta es de una arena finísima, y él lanzaba puñados al aire para que viésemos cómo la luz -que se filtra por algunos huecos del techo y da vueltas y les arranca destellos a las piedras- parecía disolver el polvo y después transformarlo en una cortina de rutilantes flecos dorados y plateados. La Cueva del Antílope es un lugar mágico en el que los ojos se quedan pegados a las paredes de los pasadizos de piedra, que cada instante cambian de tonalidad, como si estuvieran vivos.
El paisaje espectacular del Glen Canyon es el resultado de millones de años de actividad geológica. Los continentes tuvieron que desplazarse, y los mares, subir y bajar invadiendo la tierra y dejando ríos que provocaban una gran erosión a su paso. Soplaron infinitud de vientos. Antaño, el desierto dominaba el paisaje. El último gran cambio en la meseta del Colorado empezó hace unos diez millones de años, cuando corrientes indómitas se juntaron para formar un río vertiginoso que cortó los cañones que hoy nos maravillan. Las rocas areniscas dominan el panorama; están hechas de duna de arena solidificada, y a veces guardan fósiles marinos en su interior: bosques petrificados, huesos de dinosaurios, pequeñas y extrañas criaturas acuáticas...
Los cañones del río Escalante y sus afluentes son los favoritos de quienes buscan la parte más salvaje de estas tierras. Su embocadura se encuentra con el lago Powell a unas 70 millas al norte de Glen Canyon. Se puede alcanzar a pie, siguiendo caminos no pavimentados, entre puentes naturales tallados en la piedra (Rainbow Bridge, de suaves matices rosas y rojizos, es el más famoso y llamativo), arcos y huellas prehistóricas. Algunos dicen que los cañones del Escalante son como el Glen Canyon antes de la presa, quizá por eso se cuida mucho este entorno, tratando de que el impacto ambiental de los visitantes sea mínimo. Se exige un permiso para poder acampar.
Hacia el sureste se encuentra Monument Valley, cuyo paisaje triste, rojo y caprichosamente devastado, ha aparecido en tantas películas sobre el Oeste norteamericano (John Ford sentía debilidad por él). Una fantasía de piedra y arena desoladora, magnética. El camino para recorrer el parque es un carril. Los coches traquetean entre las rodadas de los miles de vehículos que lo han hollado antes sin conseguir domarlo. Las formas de las piedras recuerdan escenas figurativas de gente perdida en el desierto. El parque está gestionado por indios navajos, lo que quiere decir que a los impuestos federales hay que sumar los de la Nación Navajo.
De nuevo en el Oeste, en Cedar City, enfilando una carretera llena de curvas y rodeada de árboles, se entra en Red Canyon por dos pequeños puentes de piedra que cruzan la carretera de lado a lado. A través de ellos, como si se tratase de un marco pétreo a juego con el paisaje, se pueden ver las formaciones rocosas de color rojizo que dan nombre al lugar, y que son la antesala de Bryce Canyon: un hermoso rincón plagado de hoodoos, el nombre con que se conoce a esas rocas fantásticas que la erosión ha convertido en un innumerable ejército de estructuras pasmosas, con la quieta hechura de fantasmas rígidos que nos contemplarán desde su embriaguez de colores ilusorios, brillantes bajo la clara luz del sol.
La belleza de los hoodoos es deslumbrante. Los geólogos aseguran que se han necesitado millones de años, fuerzas surgidas desde el interior de la tierra y muchos ríos antiguos, que arrastraron millones de toneladas de derrubios entre sus aguas turbulentas, para cavar caprichosamente las cimas y los bordes de estos bloques de piedra que ahora parecen un anfiteatro extraterrestre, medio fósil, medio vivo, salido de la imaginación de Ray Bradbury.
Flores exquisitas
En Bryce Canyon se puede practicar senderismo, y a la vuelta de cada recodo del camino hay que pararse a mirar, a paladear el asombroso espectáculo de la naturaleza. En él viven pequeños mamíferos y reptiles que a veces pueden ser peligrosos para los visitantes atrevidos. Existe también un buen número de flores silvestres, pequeñas pero de belleza exquisita, cuyo frescor es una agradable sorpresa para la vista en un lugar tan abrupto.
Al igual que en la mayoría de los parques de EE UU, a Bryce Canyon se accede en coche; tiene un centro de visitantes, y está organizado en miradores al borde de la carretera (Sunrise Point, Sunset Point, Inspiration Point...).
Los paiutes, el pueblo indígena que habitaba estos parajes cuando los primeros colonos del Este empezaron a llegar al sur de Utah, contaban la leyenda de que los hoodoos eran gente que Coyote convirtió en piedra.
Una vez terminada la visita a Bryce Canyon, puse rumbo al Gran Cañón en dirección a Arizona, frontera con Nevada, lo más cerca posible de Las Vegas, que era otro punto de mi viaje. Abordé el Gran Cañón en las proximidades del lago Mead. Recorrerlo no es tan fácil como parece, y conviene elegir una zona u otra, aunque también puede optarse por bordearlo entero, al menos en las zonas en que las carreteras lo permiten. El Gran Cañón es una metáfora, a escala geológica, de la inmensidad. Hace honor a su nombre, y tanta grandeza en los espacios abiertos llega a intimidar la humilde vista humana. Todos los tópicos que sobre él circulan son ciertos. Es como si la corteza terrestre hubiera sido cortada por un cuchillo gigantesco que le ha hecho una hendidura extravagante para recordarnos que somos pequeños, que podemos caernos dentro y no volver a salir nunca más. Ver cómo amanece en el Gran Cañón es uno de esos espectáculos de la vida que no deberíamos perdernos. La luz que llega parece que hubiera surgido de la nada, igual que si el cañón fuese una cortina de piedra lo suficientemente poderosa como para haber logrado contenerla hasta entonces. Luego amanece con un estallido, poco a poco se iluminan los confines del coloso, y el mundo resulta menos familiar, más estremecedor a partir de ese momento.
- Ángela Vallvey (Ciudad Real, 1964) ganó el Premio Nadal 2002 con Los estados carenciales. Su última novela es No lo llames amor (Destino).
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