El ecuador (con 'jet lag')
Todas las fiestas tienen su ecuador, pero algunas como las nuestras lo están. Quiero decir que siempre parece que se hallan en la mitad, como si les faltara mucho. O lo mejor. Porque aparte del día de la Virgen con su víspera no hay más hito. Ni siquiera el concurso de tortilla de patatas que se celebra delante de la Concha ha conseguido erigirse en mojón, y eso que este año podrían haberlas cuajado en el suelo. Es lo que también tiene el ecuador, temperatura. Nos estamos achicharrando sin que los bomberos encuentren excusa alguna para regarnos con sus mangueras. Tendrían excusa si hubiera un centro, el centro de la fiesta. Pero no lo hay. Menudo es Odón como para que le vengan con que hay que centralizar siquiera las fiestas. No me extrañaría que por descentralizar reclamara la revisión del Estatuto. Si de él dependiera y no de la Física cogería cada uno de los polos de la fiesta y los descentralizaría aún más hasta que la fiesta estuviera en todas partes sin que se pudiera decir que estuviese en ninguna, como esa España, gulp, ese Estado con el que sueña.
De nada vale jactarse de ser la ciudad donde mejor se come del mundo si cuando llegan las fiestas se come como de 'catering'.
Pero a cambio de no tener centro, la Semana Grande tiene jet lag, ese choque producido por el cambio de huso horario. Como los fuegos empiezan a las once menos cuarto hay que ir cenado, y sólo se puede estar cenado si se cena antes, antes de lo que se acostumbra. ¿Cómo no va a despistarse el cuerpo? Si a ello le añadimos que se cena mal, está todo dicho. De nada vale jactarse de ser la ciudad donde mejor se come del mundo si cuando llegan las fiestas se come como de catering. De catering aéreo. Entras a un bar y los bocadillos vuelan por encima de las cabezas. Milagro es que no pierdan las ruedas de aterrizaje, o sea el chorizo, y aterricen en los ceños airados de los hambrientos. La bebida surca el cielo como colgada de helicópteros, y aunque la sed pueda ser tomada por un incendio no es razón para que derramen las consumiciones sobre los parroquianos. ¿Café? Las carcajadas del camarero terminan de abducir al donostiarra presa ya del peor de los jet lag.
De ahí que sea tan propenso a los fuegos. ¿Puestos a cenar de pena, por qué no disfrutar con la pólvora y el ruido? Una vez recuperado el huso horario o meridiano, porque los fuegos parten el día y el jet lag por medio, la multitud se pone en marcha. Si es madura o tiene responsabilidades lo hará rumbo a las heladerías para comerse el postre que le hurtaron los aerobocadillos. Si es más joven lo hará hacia las tiendas que expenden bebidas. Y digo tiendas y no bares porque se trata de tabucos donde se suministra la materia prima para el botellón. Ya saben, esa forma de beber barato aunque a salto de mata. Se botellonea en la plaza de Zuloaga entre los bailones, se botellonea en la Trini y el Bulevar, se botellonea en el Paseo Nuevo y en las playas. También ambulantemente, camino del concierto de Sagüés, hacia donde la riada humana acarrea sus consumibles. Llama poderosamente la atención que lo haga en silencio. A lo mejor grita un francés, pero la mocina donostiarra no es de cogerse por el hombro y saltar. Además derramarían las provisiones. El truco consiste en derramarlas más tarde. Se trata del típico efecto secundario del kalimotxo, que es la versión juvenil del jet lag.
Aunque para efecto secundario el del Kursaal. Le han puesto bafles para que sea una superdiscoteca al aire libre y deshoras. Pero también una decoración de lo más hortera. Los diseñadores rivalizan por estropear con colorines la austera piel de los Cubos. Ora los ponen de Navidad, ora txuriurdin, ora semanaengrandecidos para que la gente flipe al alba. Pero me temo que a Odón le gusta, ecuatorizarse en el jet lag. Digo en los Cubos.
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