La charla
Me aburro. Y mi santo dice que no sea infantil, que no se me ocurra decir eso delante de los niños, que los adultos no se aburren y que tenemos que dar ejemplo, y que lo que tenemos que decirles a nuestros hijos cuando dicen que se aburren es que eso es consecuencia de que lo tienen todo, que antes los niños no nos aburríamos, que antes los niños no necesitábamos juguetes porque nuestros mayores nos daban la vejiga de un cerdo después del mata-gorrino y nosotros cogíamos esa vejiga todavía caliente, porque entonces los niños no éramos tiquismiquis, y la hinchábamos como una pelota y nos íbamos a la calle, para no molestar a nuestras madres, que estaban hasta las narices de nosotros, y allí nos quedábamos dándole patadas a la vejiga hasta que nos dejaban volver a entrar o hasta que la vejiga explotaba y entonces nos tirábamos piedras y siempre había unos que daban y otros que recibían, y nosotros éramos de los que recibíamos, pero no por ello éramos menos felices porque eso nos endurecía el carácter; también éramos los últimos que pedían los capitanes cuando echaban a pies para jugar a un rescate porque éramos los torpes, gordos y feos, pero no nos importaba porque eso nos convertía en niños soñadores que se quedaban en su cuarto leyendo hartos de recibir pedradas y entonces las madres entraban en los cuartos y decían, qué raro eres, hijo mío, nada más que leyendo y leyendo, y mira los otros niños qué bien se lo pasan y ya han venido veinte veces a preguntar si sales, y tú le decías a tu madre, sí, vienen a buscarme para tirarme piedras, y las madres decían, mira que eres maniático, con lo que te quieren los niños, y las madres nos tomaban una manía tremenda; a las madres les hubiera gustado que hubiéramos sido de los que pegaban las pedradas, no de los que las recibían, porque las madres querían lo mejor para nosotros y a los otros niños que les dieran por saco, y el día en que nos atrevíamos a pegar a otro niño, aunque fuera a otro que era más tontico todavía que nosotros, nuestras madres nos aplaudían desde la ventana para animarnos en nuestra recién inaugurada carrera delictiva, pero nosotros ya no le volvíamos a pegar a nadie, porque el tontico nos daba una gran pena y volvíamos a encerrarnos en nuestra habitación con ese único libro que nos habían traído los Reyes, y tu madre le decía a otras madres estoy por coger el libro y tirarlo a la lumbre (decía en invierno), o tirarlo al pozo (en verano), y las otras madres decían, mujer, ya se le pasará.
Y así se han hecho los grandes artistas, a fuerza de pasar horas y horas en la misma habitación con el mismo libro de Verne de las narices, les dice mi santo a los niños. Y los mastuerzos le miran melancólicamente sujetando en sus manos el libro que están sujetando entre sus manos este verano. Galdós, Eco, Camus, qué nivelazo, dicen las visitas cuando los ven arrastrar el libro de un sofá a otro. Nosotros callamos la verdad: van a párrafo por día. Ay, la verdad, queridos amigos. En la intimidad de la alcoba le digo a mi santo: "¿De verdad que no te aburrías tardes y tardes en la habitación con el dichoso libro?". "Pues claro que me aburría, a ver si te crees que soy imbécil, ahí empezó mi feroz carrera de onanista". Acabáramos.
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