Relaciones diplomáticas
Pase lo que pase, el extranjero no debe perder la calma. Aunque algunos nativos finjan no entender qué les están diciendo, es importante no caer en la provocación de quienes, con la excusa de una mala pronunciación, aprovechan su posición para humillarlos. Lejos de llegar a las manos, el visitante no debe olvidar que representa a su país de origen y que todo lo que diga o haga podrá ser utilizado no sólo en su contra, sino también contra sus compatriotas. Así se alimentan los tópicos: elevando a categoría de norma lo que sólo es excepción. El trato que los indígenas dispensan a los turistas está marcado por variantes contradictorias y fobias de origen imprevisible. Unos se vengan de lo mal que los trataron en un viaje a, pongamos, Londres, y la pagan con un pobre visitante que sólo pretende averiguar, con buenos modales e imperfecto idioma, dónde está la gasolinera más cercana. Hay quien sostiene que el desprecio que muchos sienten por los turistas es una reacción primaria de territorialidad. Si a eso le añadimos que algunos visitantes actúan con modales bárbaros, poco respetuosos con la fauna y la flora autóctonas, es lógico que salten chispas (los inmigrantes saben que podría ser peor).
Históricamente, las relaciones entre turistas e indígenas han sido a) malas, b) interesadas y c) malas e interesadas. Malas, porque ciertos turistas se exceden en su pretensión de conseguir los mejores servicios al precio más bajo y caen en abusos más propios de lucha de clases que de un viaje de civilizado placer. Interesadas, porque, en justa compensación, algunos nativos expolian al visitante para que se entere de lo que vale (nunca mejor dicho) un peine. La antipatía, a veces, es recíproca. Cuando, a principios del siglo XIX, el viajero Jacques Arago dio la vuelta al mundo, pasó por Tenerife y describió a sus habitantes de un modo que hoy provocaría, seguro, un conflicto diplomático: "Sus muestras de amistad son gritos; sus disputas, voces; sus armas, navajas; su venganza, sangre". Pasados los años, resulta muy curioso comprobar que la misma descripción de Arago podría aplicarse al personal que, procedente de lugares teóricamente civilizados, aterriza en Tenerife con la ruidosa intención de comportarse como lo harían unos hooligans ante una decisión arbitral contraria a sus intereses. Es más, a veces resulta que los visitantes son exactamente eso, hooligans sin escolta policial que la emprenden con el mobiliario urbano u hotelero con un salvajismo propio de imperiales descubridores de América amparados por la opinable coartada de la evangelización. Mirar por encima del hombro a los nativos por el mero hecho de pertenecer a determinada nacionalidad, pues, es tan estéril como interpretar el carácter de un país a través de la muestra, poco representativa, de parte de su turismo.
Ejercicio del día: para no quedarse con una mala impresión del nativo y no creer que todos son como el que acaba de escupirle, llamarle guiri, robarle la cartera y pincharle las ruedas del coche, cuente todas las personas que le tratan con corrección. ¿A que son mayoría? ¿Lo ve? El que no se consuela es porque no quiere.
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