Puñales de humo
Dicen que es como estar dramáticamente enamorado. Enganchado sin alternativa a una persona, entregado a una pasión fatal pero innegable, imperiosa, principal. Algunos lo comparan con la adicción de un niño a un dulce o a un juego, con la dependencia de un supersticioso hacia su amuleto o de un fiel a su dios. Así hablan del tabaco.
A los no fumadores no sólo nos fascina que alguien haya podido prendarse alguna vez del alquitrán, sino que los actuales consumidores de tabaco, tan conscientes o más que los abstemios de sus funestas consecuencias, continúen prendiendo pitillos en las paradas de los autobuses, a la salida de los cines, en las camas de los amantes.
El hombre vive con la idea absurda y pueril de la inmunidad. Observamos constantemente cómo la gente cae malherida o fulminada a nuestro alrededor por enfermedades o accidentes, pero rara vez pensamos que el coche en dirección contraria o el tumor maligno llevan nuestro nombre. La desgracia siempre nos pilla de improviso, mientras andamos un día hacia correos o detrás de la llamada de teléfono más inesperada. Tanto la mala noticia en cuerpo propio como en los seres queridos, que duele igual o un poquito más.
En España mueren al año más de 55.000 personas como consecuencia del tabaco, unas mil cada semana, según el Ministerio de Sanidad. En estos momentos casi la mitad de los hombres y prácticamente un tercio de las mujeres viven con un paquete de tabaco en el bolsillo de la chaqueta o en el bolso, con una cajetilla con 20 solicitudes para ingresar en las próximas estadísticas negras. Supongo que para ellos es como jugar a la ruleta rusa con un tambor cargado de millones de cigarrillos, porque, cómo pensar que la enfermedad estallará al final del siguiente filtro cuando no lo hizo en los cientos de miles consumidos durante los últimos años y cuando aquel viejo sigue apurando las colillas sin haber padecido la puñalada de humo.
¿Quién puede convencer al fumador del riesgo mortal que corre a cambio no de estar mejor que el no fumador, sino tan sólo de permanecer como él: sin sufrir un mono? En septiembre las cajetillas incluirán advertencias que cubrirán el 30% de la parte delantera y un 40% de la trasera. Los mensajes se han endurecido. De "perjudicar seriamente la salud" se ha pasado a hablar de que el tabaco "puede matar". Pero es insuficiente. Los hombres cada vez fuman menos, pero aumenta el número de mujeres fallecidas por este vicio. En la última Conferencia Mundial sobre Tabaco y Salud, celebrada el sábado pasado con 2.200 representantes de 130 países, se propuso incluir fotos, en las cajetillas, de los órganos vitales que el cigarrillo daña inexorablemente.
El sujeto "Las Autoridades Sanitarias" quizá no suene a nada, a nadie, puede parecer un ente etéreo e irreal como los notarios de los sorteos, pero resulta que los familiares tampoco son del todo efectivos a la hora de disuadir al fumador de su adicción. El consumidor de nicotina ni siquiera reacciona ante la muerte de un ser querido por culpa del tabaco. Las salas de espera de las plantas de oncología están llenas de fumadores. La dependencia supera al miedo o a la voluntad, los anula, el beso del cigarrillo es más seductor que la mueca de la muerte.
Los no fumadores estamos perplejos. Observamos a los fumadores en las salas ahumadas de las empresas, dentro de sus coches, en el balcón de sus casas, en los pocos reductos que les quedan para consumirse mutuamente con su amante cilíndrico entre los labios en un ósculo suicida. Y no sabemos si es una fingida inconsciencia, un autoengaño o una demencial creencia en su inmunidad lo que les mantiene fumando. Si es un excitante flirteo con el desastre como quien practica un deporte de riesgo, o si se trata de una definitiva y patética entrega a un destino posiblemente nefasto lo que les lleva a prender otro Marlboro más.
Por eso los no fumadores (distintos de los ex fumadores) quisiéramos que las cajetillas incluyeran fotos no sólo de los órganos internos del fumador, sino de la parte de su cerebro insensible al peligro vaporoso y azul que se le riza entre los dedos. Quizá no para interferir en su elección libre y voluntaria, pero sí para entenderla. Para poder comprender cómo, sin querer, se puede desear tanto a la muerte.
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