Claustrofilia
Como somos narradoras experimentales (yo no, pero ella sí y me tiene dominada), no perpetraremos la abyecta cursilada de decir que los jardines de Rubió i Lluch, situados entre la calle del Carme y la del Hospital, y más conocidos como el patio de la Massana, son un microcosmos. En cambio, diremos que este claustro gótico, marco incomparable donde los haya (tomen nota de la irónica distancia), es nuestro observatorio favorito cuando queremos zambullirnos en la fascinante diversidad de la especie.
Aunque hay 16 bancos, ocho parterres de césped donde es raro no ver a alguien durmiendo a pierna suelta, dos escalinatas a cual más majestuosa, un pozo tapiado y muchos metros de muro centenario donde asentar cómodamente las posaderas, ella y yo siempre preferimos instalarnos en uno de los cuatro fragmentos de columna que se hallan a la sombra de uno de los 40 árboles que ofrece el lugar.
A ella le gusta venir al patio de la Massana porque siente una turbia pasión por los chuchos y aquí siempre los hay. Ella cree que hay pocas cosas más llenas de gracia que un chucho levantando la patita trasera para aliviarse la vejiga. Yo, en cambio, siempre encontraré más inspiradoras las maniobras que hace un hombre cuando, en esos momentos de íntimo recogimiento mingitorio, se acerca a la pared y arquea, ¡oh cielos!, los riñones. Ella tiene una colección de fotos de los ancianos y ancianas entrañables que vienen aquí con sus perros o con sus amigos y amigas, y toma notas de los instructivos diálogos que sorprende mientras yo fotografío hombres de cara a la pared.
A ella le chifla venir aquí porque sostiene que durante un rato te olvidas de que vives en 2003, estás en el centro de una de las ciudades más de moda del mundo y acabas de pagar tres euros por una caña de cerveza (sin que te regalaran ni una triste tapa de olivas para ayudarte a digerir la cuenta) en alguna de las terrazas de un barrio cada vez más insoportablemente fashion, pijo, turístico, caro y tematizado. Nunca deja ella de añadir que el patio o claustro de la Massana es un rincón ensismismado y lleno de un encanto loco que se las ha ingeniado para quedarse fuera del tiempo, erigirse en un corte de mangas permanente a la imagen idílica de la ciudad que promueven nuestros ediles y quedarse al margen de los ruidos de taladros y martillos neumáticos procedentes de las mil y una obras que hay en el barrio.
Ella insiste en aclarar que por aquí se ve, a grandes rasgos, a dos tipos de personas. Por un lado, las que atraviesan el patio o se dirigen a alguna de la instituciones que tienen su sede aquí (la Biblioteca de Catalunya, la Escola Massana, la Real Academia de Farmacia, la Escuela de Artes y Oficios, y el Conservatorio de las Artes del Libro). Entre éstas, que dan la impresión de aminorar el paso al entrar, las especies más comunes son los estudiantes (sólo durante el curso), la gente del barrio y los turistas que ponen cara de perpleja admiración, como si no se hubieran esperado este estallido de belleza casi secreta. Esos turistas, por cierto, no parecen saber que antes este claustro pertenecía al hospital de la Santa Creu, donde murió Gaudí.
El segundo grupo está formado por los que vienen adrede y se quedan un rato: la nutrida colonia de gentes sin techo y quienes acuden a pasear al perro, alimentar palomas, pegar la hebra, huir del calor agobiante, tomarse el bocata o dormir la siesta. Debo confesar que siento debilidad por los solitarios que se limitan a estar sin hacer nada. No consumen, no escuchan música, no hablan, no leen, puede que ni siquiera produzcan pensamientos exportables. Dan la impresión de haberse detenido un momento en su loca carrera. Para tomar impulso, que diría Gide.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.