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Columna
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Conan

Hay una sustancia psicotrópica televisiva, rosa y pegajosa, que desquicia a quienes, ante las cámaras, se someten a debates o interrogatorios sobre asuntos familiares y sexual-sentimentales. ¿Forma la política parte de esos asuntos? Sí, o así lo han demostrado estos días esos dos alcaldes de Marbella que, bajo los efectos del veneno rosado, se estrellaron el uno contra el otro en la pantalla de televisión. Esto puede entenderse como un ensalzamiento de la política, pasión fundamental, o como un indicio de estupidización progresiva, irreversible y espectacular de la vida pública.

Parece imposible actuar en la televisión rosa sin decir grandes barbaridades, sean verdaderas o falsas. Partiendo de la idea de que el público sólo capta el énfasis y la exageración, los que se someten a las cámaras siempre acaban admitiendo algún secreto sórdido, alguna vejación sufrida o cometida por debilidad o brutalidad. Entre la confesión y la laceración, lanzan imputaciones que exigirían un juez de lo penal para el acusado. O para el acusador, que podría tratarse de un calumniador impenitente. Algunos de los elegidos para la exhibición de atrocidades se retractan después (aunque luego se retracten de haberse retractado), y dicen sentirse ridículos, idiotas, bochornosos y suicidas.

Los que se someten al espectáculo rosa cuentan con el natural desprecio de sus entrevistadores, provocadores o interrogadores, pues los que critican o piden cuentas ocupan siempre un escalón superior. En el caso de Marbella, un programa invitó al plató a una señora de apellido regio, borbónico, para que sangrara un poco el corte abismal entre la espléndida Marbella antigua y la nueva Marbella podrida. Un síntoma de podredumbre sería el modo de hablar de sus alcaldes, que justamente es el modo de hablar preferible para el choque o show televisivo-sentimental al que se exponen: interrumpir, avasallar con el volumen de la voz y de las acusaciones. Aquí valentía equivale a capacidad de atropello verbal y la razón es cuestión de decibelios.

Mérito de los químicos que la preparan, técnicos, guionistas y directores, la sustancia rosa televisiva es feroz. Jesús Gil y Julián Muñoz, descontrolados, transformaron su actuación en careo policial: dos antiguos socios que, en la desesperación de la caída, se agarran uno al otro para arrastrarse mutuamente al fondo, no para salvarse. Se arrebataron la careta o se pusieron la careta más fea del repertorio de caretas personales, la más escandalosa. El salto de la política municipal a los programas de trivialidades y brutalidades pasionales quizá sea un modo de privar a la crisis marbellí de entidad política real, o de decir que la política es otra cosa. Pero ¿y si el auténtico e indecible estado de la política se pareciera a Marbella? Sería interesante que Aznar y Zapatero, o Manuel Chaves y Teófila Martínez, se sometieran a las técnicas de los creadores de la televisión cordial-intestinal. ¿Qué veríamos y oiríamos? Ya hay quien reclama candidatos Schwarzenegger, si es que Gil no ha sido el Conan que nuestra realidad se merecía.

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