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Columna
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Madrileños

Antes, cuando las matrículas tenían distintivos provinciales, era más fácil identificar a los madrileños. Ahora para reconocerlos hay que fijarse en su manera de conducir. Los hay que van como una exhalación: los ves venir por el espejo retrovisor, se pegan a tu parachoques trasero, y ahí se quedan, agresivos, chupándote el culo hasta que te apartas y les cedes el paso. Estos son los madrileños que acaban de llegar a Almería. Están acostumbrados a que el camarero de su barrio les ponga las cañas en la barra casi sin pedirlas, y aquí pasan al principio unos días muy malos, desesperados con el pausado ritmo de nuestra vida. Hasta que descubren que la tranquilidad almeriense, que algunas veces se confunde con la desidia, es un sabio hábito de supervivencia aprendido a través de las generaciones. Alterarse en este clima tan extremo es una imprudencia, lo saben todos los cardiólogos. Y además no sirve para nada. Pero no todos los madrileños son conductores nerviosos. También los hay lentos, que conducen extasiados contemplando la bahía de Almería y entorpeciendo el tráfico rodado.

Hablo de madrileños en esta columna andaluza porque en verano las nacionalidades se confunden, y porque en agosto Almería se llena de gente que procede de Madrid. Es curioso el hechizo que esta tierra ejerce sobre quienes viven el resto del año en la capital. No sé si a los castellanos les da miedo el agua, como dicen. El madrileño -que es una especie de castellano posmoderno, sin centro, sin pueblo y sin raíces- siempre ha echado de menos un mar que a fuerza de no existir en su ciudad siempre ha estado presente. Madrid, rompeolas en la España de los cuarenta e isla en la España de las autonomías, tiene -lo crean o no- una larga carretera llamada "de la playa".

Hastiados de una ciudad cada vez más monstruosa y hostil, los madrileños huyen de aquel barco a las primeras de cambio. Muchos, muchísimos, vienen a Almería de vacaciones huyendo del turismo convencional. Tengan en cuenta que los cuarentones que sacan ahora a sus hijos de viaje tienen un pasado vergonzante de sombrilla, sandía y chancla en las zonas más deprimentes de nuestro litoral. Fueron con sus padres a las playas desarrollistas de los años setenta, y eso marca cualquier psicología. Vienen por tanto a Almería huyendo de los bronceadores que se untaba la tía Encarnita y de los apartamentos en primera línea de playa. Vienen en busca del único rincón de la costa mediterránea que resiste el empuje de la explotación urbanística; vienen en busca de la naturaleza, de lo primigenio, lo básico, lo instintivo y lo esencial. Vienen en busca de la luz.

Por eso mismo sorprenden las pocas luces y la mucha avaricia del Ayuntamiento de Níjar, empeñado en hacer de esta tierra una segunda Torrevieja. Los madrileños que se dejan caer por aquí no buscan urbanizaciones ni conciben sus vacaciones como un período de tiempo para tostarse al sol. El madrileño que nos visita es un turista de nivel cultural medio y con una cierta conciencia ecológica que busca lo que todavía no ha sido devastado. Cuando lo sea, dejará de venir.

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