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Reportaje:PAISAJES IMPREVISTOS

El ángulo Azorín

Azorín describió, en tres páginas magistrales de su novela Superrealismo, el paisaje visible frente a su casa de campo familiar del Collado de Salinas. Para llegar hasta allí y situarse en el ángulo exacto desde el que repetir la mirada azoriniana, es preciso tomar en Sax la carretera que conduce al pueblo de Salinas, orillando a veces la laguna del mismo nombre, y proseguir algún kilómetro más en dirección a Monòver. Marcada por una indicación clarísima, a la derecha, justo al remontar el collado obvio, una pista blanquecina va a morir a las puertas de la gran casa encalada, la ingenua capilla del color de la tierra y las dos construcciones adyacentes que, muy juntas, componen el caserío donde el artista alicantino escribiera algunos de sus mejores libros.

"No se contempla aquí la sencillez de un paraje, se abarca más bien un territorio"

El panorama se abre en amplitud de aire y tierra. La mediana elevación en que se ubica la finca resulta idónea para tomar conciencia de que se está ante una hoya anchurosa, ante una concavidad extensa con límites muy claros. No se contempla aquí la sencillez de un paraje, se abarca más bien un territorio. Fácilmente puede descubrirse en su disposición el esquema de una diana gigantesca que tendría su primer anillo en la circunferencia exterior formada por los montes y el segundo en las tierras de ladera, mientras que el fondo seco de la antigua laguna haría de centro compartido, de blanco, porque blanco es, para la flecha de los ojos.

Al llevar la mirada hacia la izquierda se ve una sierra verdadera, la de Salinas; su verdad está en su altura y en su extensión, y refulge en sus cantiles abrasados. Para la perspectiva de Azorín tiene una cara oculta, tapizada por magníficos bosques de pinos y carrascas que en octubre reciben el toque puntillista de los rojos madroños.

Pero el rasgo montañoso de mayor carácter en esta panorámica prestada sólo aparece en su esplendor cuando miramos al frente. Es el pico o picacho de Cabreras, la roca estrella de la comarca. Seamos sinceros: está presente con una majestuosidad algo vulgarizada. Lo apuntado y perfecto de su cono parece derivar de la mano de un niño que dibuja un paisaje. Y, como suele pasar con las montañas tocadas por el estereotipo, gana muchísimo vista en la lejanía.

Más a la derecha surge la piedra redundante del castillo de Sax sobre un roquedo que Azorín llamó "ingente". Luego se columbran los montes de Biar, también los de Castalla. Parecen grandes caparazones de tortugas quietas. Este anillo primero queda cerrado, con dignidad, sin claudicar por completo ante la agricultura, en la sierra de la Umbría, entre pinos bienolientes.

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El anillo segundo, de viñedos y almendros sobre todo, devuelve nuestros pensamientos al dibujo esmerado del escolar de antes, que va disponiendo campos rectangulares trazados con un rayado corto, y acaba por componer un mondrian del secano, un mosaico algo pálido pero bien definido.

Clavados en el centro de la diana, nuestros ojos distinguen por fin el reseco barro salobre de la laguna y su corona de salicornia, que es una planta de tonalidad granate ahora inapreciable, porque aquí todo es lejano, todo se ve en el punto donde cualquier matiz cromático tiende al gris. Abstracción, no vaguedad. Verdes concretos y tierra color crema entregados al gris. Pero el gris es hermoso si se acepta estar lejos. No hay decepción posible cuando eso se ha entendido. Azorín lo sabía.

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