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A PIE DE PÁGINA

La impresión

Miré el papel. Era una de esas hojas que suelo imprimir a dos columnas, en ínfimo cuerpo ocho y con el mínimo espaciado entre tipos y líneas.

Jamás leo lo que imprimo. Sin embargo imprimo así casi todos los días. Es un impulso: comprimir una miniatura de lo escrito y ceder a la sugestión de haber materializado algo.

Dura apenas un rato, que, vistos desde la perspectiva de la obra parecen apenas un instante. Todo parece instantes visto desde la presunción de lo que uno quisiera. Por eso nunca habría que contemplar hacia atrás. Es decir: no habría que contemplar. La contemplación contamina el tiempo con sus peores significados. Y uno, como la vida, viene compuesto de instantes -sólo por instantes-, y no tiene mayor significado.

Siempre habrá cosas que parecen más verdaderas que otras

Los impresos compactos, minimizados, tienen una promesa de realización que ni los libros ni las pantallas podrán emular. Está el texto, está todo y no se manifiesta ninguna de sus partes. Sería el ideal de la obra sin ripio ni señales que revelen el peor gusto del autor, el sueño del relato sin acontecimientos, del poema mudo, de la meditación sin referente.

Pero soñar, como escribir, también requiere sus pantallas. Por ejemplo el objeto y su aspecto, ya sea la negrura de la noche, la miniatura del impreso o la estructura de dos columnas de una tipografía que ni se alcanza a leer, son pantallas donde no leo: sólo veo en ellas la mayor materialidad soñable para un texto.

Esta vez escribí sobre el huevo a propósito de lo que podríamos obtener si recuperásemos el arte de contemplar a los animales compenetrándonos con ellos e intentando reconocer, lo que imaginan, o al menos lo que sienten las aves en el periodo de su desove.

-¿Cómo imaginarán los animales...? ¿De qué color será el cristal de las pantallas de sus conciencias...? Son dudas que merecen un buen paréntesis...

Los expertos en packaging se jactan de que el huevo es el envase más perfecto que produjo la naturaleza hasta promediar el siglo XX. Habría que contemplar la abnegación de las aves que empollan huevos buscando extrapolar, a partir de ese rito de amor obsesivo, lo que sintieron al desovar tanta fragilidad intacta. Y aquí tengo la solidez intacta de un texto, desove de una mañana de primavera. Justo el punto intermedio entre la contemplación y la lectura, y recuerdo un trivial ejercicio de meditación que parte de la figuración de una esfera amarilla y requiere suprimir gradualmente el fondo gris contra el que se destaca.

Nunca lo pude realizar satisfactoriamente: siempre al disolverse el fondo se me desvanecía la esfera. Pésima alegoría para un escritor.

Todo es falso: el hindú que difundió aquel ejercicio era un surafricano. Estudiaba cine en Los Ángeles y dijo que mi fracaso se debía al tabaco. Según él la nicotina inhibe cierta facultad de concentración indispensable para alcanzar la meta. Quizá me engañó. Hace poco dejé el cigarrillo por unos días y practiqué el ejercicio reemplazando la esfera por la imagen de un huevo de marfil y sucedió lo mismo: cuando desapareció el fondo verde donde lo había imaginado el huevo se convirtió en un grumo de pintura blancuzca sobre una tela rugosa que no era parte de la meditación.

Ni la tela ni la materia pegajosa del óleo estaban en mis planes. Nacieron ahí y habría que escribir mucho y mejor para dar cuenta de ellas.

¿Qué son? Mi respuesta quedó comprimida en otra hoja que nunca leeré aunque cada vez que miro su trama gris me parece más verdadera que cualquier ejercicio mental. La felicidad de las personas, y la magnitud de los tipos gráficos del impresor se pueden medir sobre un gradiente; la verdad de las cosas no. Pero igual, siempre habrá cosas que parecen más verdaderas que otras. Es el caso del contraste entre un impreso comprimido en el papel y el texto diseminado en la pantalla.

O el caso de la guerra palestina. Deformación profesional: no habría reparado en ella si no fuese por la prensa que cubrió la intervención conjunta de Edward Said y Daniel Barenboim. Ya no era mera cuestión militar y territorial de Oriente Próximo ni un tema más de derechos humanos. La guerra había adquirido la pertinencia de las sonatas de Beethoven, la filarmónica de Berlín, los inolvidables acompañamientos de Dieskau, Cervantes, el corpus crítico de la literatura universal. ¿Se habría vuelto más verdadera? Esto exigía mi intervención en el conflicto palestino. Debía componer algo y releerlo en pantalla antes de comprimir la tipografía, reducir al mínimo los espacios entre letras y líneas e imprimirlo. Dejaría de ser una mera guerra informada o leída y tendría la materialidad de los documentos visuales: una trama compacta de líneas grises, otro fragmento de obra, un efecto de la Historia disponible para mirar durante un par de horas. O de días: da lo mismo. Son intervalos semejantes cuando se los contempla en la escala de todo el tiempo humano perdido.

FERNANDO VICENTE
FERNANDO VICENTE

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