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Columna
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Nuestro hombre en Madrid

Tiene su razón el prohombre del PP valenciano a quien apelo para que nos aleccione sobre las discrepancias o chirridos que se perciben o se airean entre un elenco notable de su partido y el Consell, o parte del mismo. Tiene razón, digo, al subrayar que estos desajustes son nimiedades hiperbolizadas por los medios de comunicación, víctimas de la sequía noticiosa estival, sobre todo en el ámbito político doméstico. El ministro de Trabajo y presidente regional de los populares, Eduardo Zaplana, coincide en el diagnóstico y no se corta un pelo al echarle la culpa a los agentes mediáticos. Pocos expertos como él para saber de qué son capaces aquéllos, tanto cuando amparan como desestabilizan una situación.

No objetaría apenas este criterio si no nos constase que, de un lado, hay hechos probados que delatan la falta de sintonía entre el universo partidario zaplanista y los nuevos gestores del Gobierno autonómico. Los periódicos abundan estos días en tales evidencias y el martes último, sin ir más lejos, un diputado de la citada cuerda, el abrupto Eduardo Ovejero, pidió que rodaran las cabezas de aquellos que no rinden culto y guardan la memoria del ex molt honorable Zaplana, causa primera, a su entender y al de sus parciales, de la dicha compartida por la grey popular y aún de los progresos del País Valenciano en cualquiera de sus dimensiones.

Y de otro lado, la objeción que apuntamos viene avalada por el mismo desconcierto y acritud de los zaplanistas en torno a la menor iniciativa del presidente Francisco Camps y de su gabinete. Al parecer, la nutrida cohorte valenciana del ministro estaría complacida si el Consell practicase una suerte de quietismo místico condensado en la contemplación y loa del legado de ese hombre providencial que un día se subió a lomos de esta autonomía y emprendió la carrera política prodigiosa en la que anda involucrado. Por obvio se desprende que estos individuos ahítos de fervor no tienen zorra idea ni percepción de lo que pudo suponer o supone el autonomismo, al que llegaron por decantación forzosa, pues lo suyo, sus auténticas referencias, son España, su líder carismático -o sea, nuestro gran hombre en Madrid- y, como mucho, la provincia.

Entiendo que estos rifirrafes que nos amenizan la actualidad política se disolverán como un azucarillo en atención, sobre todo, a la próxima cita electoral en cuya recta entraremos apenas irrumpa el otoño. El PP es un partido disciplinado y nada propicio a poner en un brete el vasto pesebre que lo apacigua. Pero ese azucarillo lleva trazas de amargar el brebaje a poco que emerjan las contradicciones inevitables de esta bicefalia entre el ministro y el molt honorable que, quiérase o no, se ha establecido. Eduardo Zaplana, aunque hábil y ubícuo, no puede mantener sine die esta tutela sobre el Gobierno de la Generalitat y algún día tendrá que manumitirlo para que aliente sin respiración asistida, como es el caso.

Obstinarse en este patrocinio e injerencia no sólo es vejatorio para un sector del electorado popular, para el Consell -cuya capacidad y músculo político son indudables- sino también para un segmento ancho de valencianos que, por edad y circunstancia, somos alérgicos a los tipos providenciales, tanto más si confunden este país con su taifato personal. Y en esto no andan errados ni exagerados los comentaristas mediáticos.

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