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Columna
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Vacación imposible

Volver de vacaciones a la niñez. Los veranos de la infancia son hoy el descanso y el divertimento más codiciado, el retorno imposible y feliz. Deshojar agosto en el apartamento de Torrevieja, Santa Pola o Benidorm, regresar a esos destinos amarilleados. Torremolinos, La Manga, aquellos paraísos ofertados por los concursos de los ochenta a los que los madrileños huíamos empacados con la familia en el Seat, las ventanillas bajadas, cruzando hastiados Albacete.

Hace casi dos décadas que no nos pasábamos por allí. España se ha modernizado, nos hemos hecho europeos, el extranjero ha dejado de ser inhóspito y de estar tan lejos. Antes comprendíamos que un francés alquilase el apartamento contiguo al nuestro en Gandía, pero no pensamos nunca en ser nosotros sus vecinos durante el verano en París o Niza. Pero entramos en los noventa y los madrileños comenzamos a buscar nuevos horizontes en el periodo estival. España se nos quedó pequeña, y en especial la costa Este de la que renegamos, contaminada por el landismo y el recuerdo de un tiempo menos próspero y moderno. El Levante, en los últimos tiempos, se había convertido en refugio de jubilados y makineros.

Parece que hoy la única excusa para no salir al extranjero en verano es acudir a algún destino en España que no ofrezca únicamente playa. Belleza, cultura o un toque chic justifican, en teoría, un par de semanas en San Sebastián, Santander o Sitges. Ciudades "con encanto", no tan chabacanas como la costa levantina, esa escapada fácil y enmohecida, el ocio devaluado y manido de los ochenta. Sólo las islas, como destino eminentemente playero, han sobrevivido a la caducidad de Alicante o Valencia, especialmente Formentera, que en los últimos años se ha revelado como un lugar alternativo y cool. Otra oferta digna y en boga dentro de España es el turismo interior. Senderismo, hospedaje rural, trekking... son actividades de moda, más elevadas que un día de playa, que se reivindican como un contacto con la naturaleza y con uno mismo mucho más rico que un encontronazo con las medusas y los niños llamados Johnatan-Felipe.

Pero hoy el verdadero placer consiste en superar los complejos y las presiones y entregarse a lo conocido, a lo de siempre. En estos tiempos de continuas ofertas para viajar por el mundo a hoteles de tres estrellas, volver a veranear en Alicante con los familiares se redescubre como un deleite proscrito. Gozar del ocio primitivo de la infancia, sin más búsqueda que la diversión y el relax. Un verano de sombrillas a rayas, de arena embozando la ducha, de ensaladas con atún y cebolla, de siestas sudorosas. Dejar fluir el tiempo sin pretensiones culturales ni cosmopolitas, reencontrarse con la pobre gastronomía marinera del lugar, con las horrorosas reformas urbanísticas de las glorietas, con las gordas en la cola del mercado.

Y mientras la publicidad incita a los jóvenes a amordazar a los padres en el maletero y a huir con los amigos con los que se grita desde lo alto de un trampolín, es reconfortante volver a veranear con la familia. Alicante y los familiares son la aleación perfecta que invoca el tiempo más feliz del pasado de muchos madrileños. Redescubrir las discusiones por el turno del baño, madrugar para comprar churros, debatir sobre fichajes de pretemporada, cenar en las terrazas, bañarse en las piscinas comunitarias con los padres y los hermanos es el verdadero turismo interior, un senderismo por la nostalgia, por el paraje más anhelado de nuestra biografía.

Supongo que necesitamos haber huido de la familia y de estos lugares durante unos años para hoy volver a apreciarlos. Regresar al pasado no es un viaje hacia atrás, sino hacia adelante. El paisaje ya no es el mismo. Las pistas de tenis del polideportivo han reverdecido entregadas al abandono, la montaña ha sufrido el sarpullido de las edificaciones, las chicas soñadas en la adolescencia se han desvanecido para siempre en las playas.

Pero uno se percata de que aún posee el presente, que no es mucho ni poco, sino que lo es todo. Y que, además de la entrañable compañía, cuenta con el regalo adicional del recuerdo de los amigos con los que montamos en monopatín, de los primos segundos que nos prestaron su grupo de amigos y de esos familiares que ya no están pero que jamás se acabarán de ir, que veranearán para siempre en su lugar más conocido y familiar: la gente que les quiere.

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