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Tribuna
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Vecinos

Somos desde siempre, o mejor dicho, desde que somos lo que somos en cuanto países, vecinos. En lo que nos atañe, nosotros, los portugueses, que somos uno de los más antiguos países de Europa con fronteras estabilizadas, tenemos a España como vecino único y exclusivo. Portugal se asoma al inmenso océano Atlántico, en el extremo oeste de la Península que compartimos, la península Ibérica. De tal manera que uno de los escritores portugueses del siglo pasado pudo afirmar que desde nuestra lengua se ve el mar. Nuestras fronteras comunes, sin grandes accidentes morfológicos, se formaron, como muchas otras, a base de sangre y de sufrimiento. Y nuestra identidad se afirmó mediante un enfrentamiento y una rivalidad que hoy, felizmente, están casi totalmente superados.

Es eso seguramente lo que explica un proverbio popular portugués, aún citado, que afirma que de España, ni buen viento ni buen casamiento. La historia reciente, la de una España y un Portugal democráticos y miembros de pleno derecho de la Unión Europea, se ha encargado de desmentirlo, casi sin excepciones. De vez en cuando, de forma tan agradable como ciertos casamientos de gente conocida, estimada a ambos lados de la frontera. Los vientos, por su parte, han sido relativamente serenos.

Feliz e infelizmente, tengo edad para conservar memoria de esa vecindad hecha de desconfianza y mala voluntad. Alimentada, curiosamente, por lo menos desde el lado portugués, por un régimen que se pretendía amigo de la dictadura de Franco en España. Y que además había ayudado a implantarla antes de la Guerra Civil y durante la misma. Mi memoria personal, en las antípodas de la simpatía por semejantes regímenes, tiene también un componente, que todavía hoy recuerdo con nostalgia, de amor a España en mi apego por la causa republicana y en el rechazo a Franco. A quien, como decía la canción, la bandera tricolor no le gustaba. Una República a la que el encanto y la fidelidad democrática de Juan Carlos -quien pasó su adolescencia en Portugal acompañando el exilio de su padre- hizo olvidar, quizá comprometiéndola para siempre.

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Fui, en el curso de mi juventud, aprendiendo a apreciar la diversidad de España. Por los caminos del exilio de familiares y amigos. Cuando nos veíamos obligados a recorrer, con un temor que no estaba lejos del que nos suscitaba nuestra propia dictadura, esas tierras ricas de encanto y belleza. Aprecio hoy profundamente a España en la pluralidad de sus formas de ser. En España y lejos de ella, fueron muchas las ocasiones en las que tuve el placer de sentirme casi casi en casa, en un restaurante o en un centro de emigrantes españoles, quienes, al igual que los portugueses, estaban esparcidos por las distintas regiones de este mundo que es el nuestro desde las gestas del siglo dieciséis. Tengo conciencia de lo mucho que tenemos en común, o por lo menos de lo muy semejantes que somos, en nuestra manera de estar en la vida. Y de cómo, también en términos físicos y fisonómicos, las semejanzas entre nosotros son por lo demás evidentes. Tenemos identidades propias, en muchos y decisivos aspectos, que hay que saber respetar y preservar, como un capital sagrado con el que se construye nuestra riqueza en términos peninsulares. Pero tenemos también muchos y variados intereses comunes que debemos saber revalorizar. Los más importantes ríos de la Península, los mayores y más ricos, bañan por igual nuestros campos. De las tierras que riegan nacen algunos de los más sabrosos productos agrícolas de la Península, empezando por los vinos y por los primores de nuestras huertas.

Hay que reconocer, sin embargo, que, en muchos aspectos, todavía estamos lejos de sacar partido a las complementariedades obvias de nuestra vecindad. Un ejemplo. España tiene energía nuclear y, por ello también, es autosuficiente desde un punto de vista energético. Portugal, por razones de purismo ambientalista, nacidas al calor de la guerra fría a principios de los años setenta, no quiso tenerla. Sólo que una de las más importantes centrales nucleares españolas queda a cien kilómetros de la frontera y en las orillas del Tajo. Portugal importa energía de España y de otros socios de la Unión Europea. En la práctica, tenemos sus inconvenientes sin sus ventajas, que de hecho existen. Nuestra cooperación en lo que se refiere al mar, que nos es común y contiguo, es casi inexistente. El trágico incidente con el petrolero chatarra Prestige dio prueba de ello una vez más. Pero supuso también la prueba de que el proverbio popular no siempre acierta: no sólo los vientos, sino también las corrientes marítimas pueden no resultar serenas. ¿Para cuándo, pues, la cooperación indispensable y ejemplar para Europa en tal área? En un plano económico, es conocido el engranaje entre nuestros mundos empresariales. Considero este hecho, inevitable e incontrovertible, como positivo, siempre que se aplique, sin desviaciones chovinistas, según una regla de reciprocidad absoluta. Lo que no ha sido así desde el lado de España, como lo demuestra el dossier de Hidroeléctrica del Cantábrico.

En lo que se refiere a la cooperación en el marco de las instituciones internacionales, estamos también, a pesar de las sucesivas declaraciones de buenas intenciones, muy lejos de lo que sería deseable y posible. Nuestros vecinos y amigos de España deben tener conciencia clara del apego profundo que sentimos por nuestros valores de identidad nacional, pero sin que ello entorpezca nuestra clara voluntad de cooperar como socios libres e iguales, tal y como somos. Inevitablemente, pero también por una opción consciente y afectiva.

Como alcalde de Lisboa que fui, mantuve una fraterna cooperación con Madrid y Barcelona. Procuré hacer fructificar las sinergias de una relación económica privilegiada entre nuestras economías. Ensayamos, por ejemplo, el intercambio de información y experiencias en materia de lucha contra la droga o de apoyo a los sin techo o, con gran éxito, unas quincenas de promoción de productos portugueses por toda España. O el propio Corte Inglés en Portugal. Para que un día los cortes que en el pasado nos separaron nos aproximen en una perspectiva que revalorice nuestras propias identidades. Y puesto que el castellano y el portugués se cuentan entre los idiomas más hablados en el mundo, que el corte sea menos inglés y más ibérico.

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