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Crítica:FESTIVAL DE BAYREUTH
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La escalera fabulosa

Si el Tristán e Isolda del malogrado Jean-Pierre Ponnelle ha pasado a la historia de Bayreuth como "el Tristán del árbol" -ése era el elemento simbólico que se imponía en el montaje-, El holandés errante de Claus Guth, que inauguró anteanoche la edición de este año del festival, está llamado a ser recordado como "el Holandés de la escalera". Una escalera imponente de 40 peldaños, volada sobre un cuarto de elipse, con apeo generoso, un breve descansillo central y una barandilla de austeros de hierro con pasamanos en madera. Por la escalera de Guth, situada en una mansión noble con decoración vagamente años cincuenta, suben y bajan los sueños de Senta: los de la niña y los de la mujer.

De las varias interpretaciones que pueden darse a un tema universal como la leyenda de ese holandés, que reniega de Dios al doblar el cabo de Buena Esperanza y es condenado a errar por los océanos, tocando tierra cada siete años en busca de una mujer que le redima con un amor fiel y le proporcione al fin una morada para descansar, Guth opta por la introspección psicológica. El tema del errar en la que establecerse obsesionó a Wagner -perseguido en juventud por media Europa por acreedores y policía-, hasta el punto de sublimarlo en varias de sus obra. Cuando Luis II de Baviera le financió la construcción de la villa de Bayreuth, el compositor no dudó en bautizarla como Wahnfried, "anhelo de paz". En la versión de Guth, esa casa confortable está presente desde el primer acto hasta el último, preparada para acoger los sueños lectores de Senta.

¿Dónde conduce esa escalera? A un piso que es la inversión especular de la sala de estar de la planta baja. La cita a Alain Resnais, a su película Providence, parece evidente. Pero el juego de los espejos continúa: Daland, padre de Senta, y el Holandés, su amante, van vestidos y caracterizados de la misma manera y se alternan en leer a la niña (personaje mudo, inventado por Guth) el cuento del desgraciado marino, hasta hacer perder al espectador las referencias. Por su parte, Senta se triplica: en la mujer adulta, la niña y el aya Mary, las tres con idéntico vestuario. En ese entramado, el único que queda fuera de la fabulación es Erik, el cazador enamorado de Senta que trata de sacarla de su delirio y devolverla a la realidad.

El juego de correspondencias y espejos se completa con unas hábiles proyecciones cinematográficas en la pared de fondo, que ora separan los dos pisos, ora los confunden en un ambiente único, y un grueso telón rojo que resigue la pared de fondo de la escalera. Al final Senta levanta ese telón y descubre que el piso superior es normal. No le hace falta a Guth despeñarla por un acantilado como indica el libreto: el fin de las fantasías de Senta equivale a su muerte.

Tan brillante concepción tiene en la dirección orquestal de Marc Albrecht una ajustadísima correspondencia: la suya es una lectura íntima, reflexiva, pausada y no por ello menos tensa. Extraordinarias las voces: John Tomlison (Holandés potente, aunque llegó algo exhausto al final), Adrienne Dugger (Senta: su balada del segundo acto tuvo el necesario carácter introspectivo), Jaakko Ryhänen (Daland, completísimo), Endrik Wottrich (Erik lírico, excelente), Uta Priew (Mary) y Tomislav Muzek (timonel). Coros a altura estratosférica. Una gozada inteligente, sensible, rompedora y respetuosa a un tiempo. Y un subliminal homenaje al cine, que, sin ser siempre consciente, tanto le debe a Wagner.

Una gran escalera preside el decorado de <i>El holandés errante</i>, de Claus Guth.
Una gran escalera preside el decorado de El holandés errante, de Claus Guth.AP

Babelia

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