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Columna
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Roma no pagaba a traidores

Los americanos han insistido en enseñarnos las fotos de los cadáveres de Uday y Qusay, hijos de Sadam Husein, con una obstinación que sólo habría merecido el descubrimiento de esas armas químicas que provocaron una guerra. Es como si el asesinato político pudiera compensar a todo Occidente de una de las mayores mentiras de las últimas décadas: la de que Sadam podía oprimir un botón rojo y enviar en cuestión de minutos una nube tóxica sobre Roma, sobre Madrid o sobre el Pentágono.

Los ejemplos no son gratuitos, ya que parece que Francia y Alemania, como residuos de la Europa más vetusta, no creyeron el infundio. Sí lo hizo, en cambio, Berlusconi, otro célebre mentiroso. Asombra hasta qué puntos los mentirosos se creen las mentiras ajenas, o quizás ocurre que ni siquiera las consideran mentiras, como tampoco consideran que las suyas lo sean. En tal caso ya no hablamos de mentirosos habituales, sino de mentirosos patológicos.

El caso de Aznar es aún más escabroso. ¿Es mentiroso Aznar? Sinceramente, son tantos los adjetivos que me asaltan... Habría otros menos matizados, pero en su caso la profunda fe en la mentira americana resulta intranscendente. Al fin y al cabo, Aznar vive en un país donde no existe la responsabilidad política, donde los jueces lustran los zapatos de los ministros y donde la opinión pública, a excepción de ciertos ramalazos, permanece completamente adormecida. Así como Tony Blair está pasando apuros por difundir mentiras a su pueblo, Aznar vive en el limbo de la firmeza democrática, o de la democracia firme. Son las diferencias entre la verdadera democracia y la democracia-trampa.

No encontramos armas químicas, pero hemos encontrado a los hijos del dictador. Quizás el saldo haya mejorado la imagen de Bush en algún remoto poblado de Montana. Lo cierto es que, además de dos tiranicidios (que, como los han perpetrado sujetos vestidos de uniforme, ni siquiera son tiranicidios) tenemos a un delator. Hay un delator en esta historia. Un delator que se ha forrado como otros seres más inocentes se forran acertando la primitiva.

Qué injusta es la vida junto a pueblos atrasados. Uno les lleva la democracia y ni siquiera dicen gracias. Son incapaces de comportarse como verdaderos patriotas y denunciar al dictador y a sus adláteres. Por eso preferimos ofrecerles recompensas, con la misma naturalidad con que los americanos, en las películas, sobornan a cualquier mejicano por unos cuantos dólares. El delator, en este caso, se ha enfundado 30 millones de los mismos por señalar la casa donde vivían los cachorros del mastín. Bush había dictado una fatwa, pero prefería la cobertura monetaria a la coránica. Como no se puede confiar en el fervor de cierta gente, qué mejor que comprarla por una cifra irresistible. Irresistible, digo bien: por esa cifra, hasta yo mismo escribiría un artículo a favor del presidente del Gobierno. Muchos los escriben por menos.

Hay sospechas de que el delator se llama Nawaf al Zeidane. Pero por nosotros podría haber tenido cualquier otro nombre. Incluso se dice que era en su casa donde estaban refugiados Uday y Qusay, los hijos de Sadam. La casa ha terminado hecha polvo, pero ¿qué puede importar eso cuando uno se embolsa treinta millones? Hay un concurso televisivo en el que juegan a algo parecido, pero jamás se había visto premio semejante por dejar que te destruyeran la casa, por más que la habitaran dos impresentables.

Roma no pagaba a los traidores, pero la república imperial que nos gobierna los recompensa largamente. Sin duda la comparación honra a Roma, que al margen de conquistar y sojuzgar dejó para la historia un sistema jurídico afinado, ponderado y equitativo. Los americanos, en cambio, sí pagan a los traidores, pero a nosotros sólo nos va a legar la Coca-Cola. No hay armas de destrucción masiva, pero en Liberia se están matando masivamente. ¿Qué es lo que hay que hacer en este caso? Aznar calla, en tanto no reciba la transatlántica instrucción. De momento, a Liberia no enviamos legionarios en misión humanitaria, si es que legionario y humanitario no resulta, en sí mismo, un gracioso oxímoron.

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