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Sistemas de objetos

Las revistas de arquitectura publican las obras como si fueran objetos aislados, desprovistos de raíces y desconectados de su entorno. Continúan el tópico de que la obra de los maestros modernos se basó en edificios autónomos, aislados de forma pintoresca y arbitraria dentro de grandes áreas verdes idealizadas, creando un paisaje urbano disperso e inconexo. Una parte de la arquitectura contemporánea, la más publicitada, la que se basa en la autonomía de los objetos, dispersos y fragmentados, comparte esta interpretación errónea de la arquitectura moderna, que se difundió de manera precipitada en la década de 1980 y en la que muchos creímos.

Si volvemos a revisar los hechos y las obras con una nueva visión, hemos de reconocer que la realidad no fue así: Wright, Aalto, Le Corbusier, Mies y Kahn pensaron siempre sus edificios según las relaciones entre ellos, dentro de una idea de ciudad y de una concepción de la interrelación con el territorio: para cada uno de ellos la arquitectura era inseparable del urbanismo y no pensaban tanto en objetos aislados como en sistemas de objetos, en lo que el crítico Enrico Tedeschi denominó "tipologías de coordinación", es decir, la articulación de los edificios, el crecimiento de los conjuntos, la relación entre las partes de un gran complejo público, la configuración del vacío urbano.

Frank Lloyd Wright pensó cada uno de sus edificios, ya fueran casas unifamiliares o grandes edificios públicos, formando parte de un mundo ideal, orgánico y antimetropolitano, que denominó la Broadacre City o ciudad viviente. Alvar Aalto casi no construyó edificios aislados, sino que su obra se despliega en casas que crecen y se adaptan al lugar y en edificios públicos que se desparraman, se articulan, se escalonan, crean patios, plataformas y terrazas, inspirados en la arquitectura popular finlandesa y en la acrópolis griega. Le Corbusier se pasó toda la vida persiguiendo el sueño de realizar una ciudad; lo intentó docenas de veces y lo consiguió al final, con su gran obra en Chandigarh, cuando, por suerte, ya tenía una solución para conciliar los dos sistemas paralelos que había desarrollado: las mallas geométricas clasicistas y las formas repetitivas para la producción residencial en serie, por una parte, y la nueva monumentalidad de los centros cívicos, culturales y políticos, por otra. Mies van der Rohe, a pesar de recurrir a torres y pabellones platónicos, los articulaba sobre una malla según unas estrictas leyes de composición, tal como hizo en los conjuntos de torres en ciudades norteamericanas o en el Campus del IIT, en Chicago. La obra de Louis Kahn, maestro en los repertorios de tipologías de coordinación -por axialidad, yuxtaposición, inscripción, alrededor de un claustro, etcétera-, emociona tanto por los volúmenes y los interiores de sus edificios como por los espacios vacíos que éstos crean, proyectando lugares maravillosos, como la plataforma de piedra romana, entre los dos edificios de los laboratorios del Instituto Salk en California, mirando hacia el tiempo suspendido en el horizonte. Algunas de las mejores lecciones de la arquitectura contemporánea están en los espacios creados entre los edificios, desde las obras de los británicos Denis Lasdun y James Stirling hasta los museos de Hans Hollein, los volúmenes sobre plataformas de Jörn Utzon, los conjuntos cívicos y universitarios de Miguel Ángel Roca y los espacios urbanos de Paulo Mendes da Rocha.

En esto de saber crear edificios urbanos integrados en su entorno el portugués Alvaro Siza Vieira es una maestro. Y cuando son conjuntos, como el barrio de vivienda popular La Malagueira, en Évora, Siza ha sabido crear unos intersticios -acueductos, plazas, parques- entre la gran escala del conjunto y la pequeña escala de las manzanas de vivienda.

Hace años que asistimos a una operación de descrédito de la idea de lugar, de pérdida de la confianza en el urbanismo, de abandono de los valores del espacio público en aras de la novedad de los no lugares, la frivolidad del feísmo, las formas de la dispersión, la reducción de los ámbitos de dominio público, el elogio de los flujos de las autopistas y la dureza de las periferias. Y ello se ha hecho en falso, tergiversando los valores urbanos de la arquitectura moderna

que abrió un fenómeno totalmente nuevo y crucial, que no era el espacio público tradicional de la ciudad clásica, pero que tampoco era un vacío sin atributos y una dispersión sin leyes compositivas. Lo que se creó fue una nueva relación entre los objetos abstractos sobre plataformas; una nueva experiencia entre la escala del cuerpo humano y las diversas escalas urbanas; una manera abierta de configurar las estructuras urbanas, separando el tráfico rodado del peatonal; unas nuevas formas de campus universitarios, como el de la UNAM de México y el de la Universidad de Venezuela en Caracas; unos nuevos centros urbanos, como el del Berlín oriental; unos nuevos lugares abstractos caracterizados por la presencia del arte contemporáneo, desde Isamo Noguchi hasta Richard Serra; una manera de hacer ciudad donde convivan, contrastando, lo moderno con lo antiguo. Creó, en definitiva, paisajes urbanos modernos.

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Ésta es la aportación de la arquitectura del movimiento moderno que deberíamos saber ver ahora, en una época en la que lo más necesario es saber crear lugares y en la que las condiciones del pensamiento urbano están cambiando. Aun así, nuestro contexto, culturalmente provinciano y lento, que desprecia el trabajo intelectual, sigue premiando los objetos aislados y sigue primando las arquitecturas desconectadas y aisladas. Y ello es aún más paradójico y absurdo que suceda en unas ciudades, las catalanas, caracterizadas hasta ahora, precisamente, por su estructura urbana trabada, por la sabiduría de sus sistemas de objetos, por la buena integración de la arquitectura moderna. Y es que en esta época de confusión y de ideas ya periclitadas sería vital volver a mirar la arquitectura y el urbanismo modernos con otra visión.

Josep Maria Montaner es arquitecto y catedrático de Composición Arquitectónica de la ETSAB-UPC.

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