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Columna
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El pueblecito

El pueblo de Navamediana había sido fundado por pastores segovianos trashumantes en las estribaciones del Guadarrama madrileño, allá por la Edad Media, en una fecha sobre la que nunca se pusieron de acuerdo los cronistas locales, oficio no remunerado que desempeñaron generalmente párrocos, maestros de escuela y un médico poeta, ilustrado y prolífico en sus obras asistenciales e intelectuales, don Casiano Burguillos, hijo adoptivo de la villa, que cuenta en ella con calle y placa recordatoria grabada sobre noble piedra berroqueña de la cantera local en los muros de donde tuvo su vivienda y consultorio.

Cantera ennoblecida por el ilustre galeno en una de sus crónicas navamedianenses por haber "parido de sus entrañas los más firmes sillares del ciclópeo monasterio escurialense". Hombre de verbo lapidario y apóstol de la higiene pública, don Casiano, nacido y vivido en Madrid, llegó al pueblo para ocupar plaza de médico en los primeros años veinte del pasado siglo y no tardó en hacerse notar entre la pequeña comunidad por sus avanzadas ideas, que incluían una firme creencia en el ejercicio físico y la vida al aire libre, un modo de vida en el que los vecinos de la villa no creían, pero que practicaban consuetudinariamente, más por necesidad que por virtud.

Las ideas de don Casiano no tardarían en imponerse en la capital de la provincia y del reino, como ya lo habían hecho en Europa y en Estados Unidos, y de la noche a la mañana muchos madrileños capitalinos, criados entre el humo, sedentarios irredentos, ojerosos y pálidos, comenzaron a asomarse al campo y a interesarse por las vacas y las margaritas y a respirar con estruendo y aspaviento como si quisieran llevarse aire de reserva a su regreso a la ciudad. Y tanto les gustó el invento que algunos construyeron allí sus residencias de verano y otros con menos posibles alquilaron casas en el pueblo. Habían nacido los veraneantes, como una migración estacional, compensatoria de la menos festiva emigración de los jóvenes locales que cada año iban bajando a la ciudad para buscarse la vida en oficios y empleos diferentes a los de sus mayores.

Navamediana era un pueblo ganadero de vacas y dehesas que producía leche y carne y piedras de la cantera y madera de los pinares y algo, más bien poco, de cereal, y los frutos y hortalizas de las pequeñas huertas próximas al río. Los veraneantes gustaban especialmente del pan horneado cada mañana, salvo los lunes, en la tahona y de los huevos de aquellas gallinas tan poco aparentes que picoteaban el suelo por todas partes.

Los veraneantes colaboraban en la extinción de los incendios forestales, al menos uno por verano, que muchas veces provocaban ellos mismos cuando iban de pic-nic, los veraneantes se volcaban también en las fiestas de agosto y se dejaban topar por las vaquillas en la plaza de carros que se levantaba artesanalmente en la del Ayuntamiento.

Buena gente los veraneantes, los propietarios locales les vendían a buen precio sus fincas y sus dehesas, crecía la colonia y menguaba el pueblo, los hotelitos dejaban paso a los chalés, y éstos, a los chalés adosados, y los adosados, a los piso-chalés, y, por fin, se levantaban bloques de viviendas de tres y cuatro alturas como los de la ciudad.

Y un día muchos de aquellos veraneantes dejaron de irse al final del verano y fijaron en la villa su primera residencia. Estaban más tiempo, pero se les veía menos por el pueblo; la mejora de las comunicaciones con la capital y la apertura de hipermercados y centros comerciales y de ocio junto a las nuevas carreteras y autopistas vaciaban las calles de Navamediana, sus pequeños comercios y sus tabernas familiares.

Aún quedan algunas vacas simbólicas y los incendios se siguen produciendo con la regularidad de antes, aunque los veraneantes ya no colaboren en apagarlos. Pero ahora resulta difícil, y además ocioso, llegar a ese punto que los mapas y casi sólo los mapas insisten en llamar Navamediana, una especie de poblado galo cercado por voraces urbanizaciones de nombres tan pretenciosos como falsos: prados y cotos, sotos y señoríos, valles y colinas, hermosamente adjetivados.

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