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Columna
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Sanitario

Soy artista del inodoro, y en mi vocación arrastro mi pecado. Tengo mis clientes en vosotros, burgueses de dinero negro. Mas, para mi desesperación, esa alegría con que llenáis vuestros bolsillos se apaga cuando os planteo mi negocio. Poco o nada os importan las bendiciones de Hacienda. ¡Quién iba a decirme que una gente tan abierta como vosotros se cerrara a un contrato! Copas, las que yo pida; palabrería, la que no está escrita; suites nupciales, me reserváis todas. Pero no me dejáis intervenir en vuestros retretes. Todo lo más, pedís revisar la cadena o el sifón. Pero, como con razón os digo, para eso están los fontaneros.

Y a un esteticista del intestino, como yo, nadie le saca del atasco cuando indago en esa zona proscrita de vuestra propiedad. Porque la responsabilidad de un dueño no puede limitarse a una puesta al día más o menos minuciosa de sus retretes, como sugieren los conservadores. Confinamos a dependencias subalternas las operaciones fundamentales de la biología, y aun aceptando esto como un pecado venial de nuestras costumbres cosmopolitas -fruto del pudor judeocristiano-, queda sin responder la cuestión palpitante: ¿vuestro inodoro refleja cómo sois? Pues si no es así, ¿por qué los mantenemos?

Dinero secreto, operaciones camufladas, tramas oscuras, corrupciones bajo cuerda, mecenazgos soterrados, ¿por qué tanta discreción, caballeros? Levantad la frente y soltad la carcajada: no sois los niños llorones de Franco, sino señores de plusvalía y chequera, nadie os fiscaliza ni empapela, ¿no os dais cuenta de que el último eslabón de vuestra cadena de mando os desmerece? Es como si al final de una película radiante los protagonistas se introdujeran en un túnel y desapareciera su fulgor de estrellas de la pantalla. ¿Por qué no rematáis vuestro rango de padrinos con el rumbo de un patriarca gitano?

Vuestros ingenuos antepasados, en la época miserable de la autarquía y para festejar la victoria sobre el terror rojo -aunque la excusa fuera el cumpleaños del Niño Jesús-, agarraban la zambomba y la pandereta en la tarde mágica de Nochebuena y con la garganta protegida por una bufanda marchaban cantando villancicos desde el Puente de Vallecas hasta la plaza del Ángel... Entonces, sólo unos pocos celebraban su enriquecimiento y, yo lo comprendo, para eso habían ganado la guerra. Pero hoy, con la bendita democracia que da derecho a rebañar a los modestos, ¿a qué viene vuestra timidez?

Decís que barro para mi casa cuando os propongo esta revolución de vuestra intimidad. Decís que no la consideráis imprescindible, al menos hasta que se ponga de moda en televisión. Decís que no es rentable invertir en algo que no está a la vista ni deslumbra inmediatamente... Pero, alto ahí, organizad una fiesta en vuestra primera residencia y comprenderéis cuán equivocados estáis. Sabed que las mujeres de vuestros invitados necesitan introducirse en esos recatados gabinetes y no siempre por motivos fisiológicos. ¿Os imagináis su fascinación ante el espectáculo de vuestra miseria?

Se dice el pecado, pero no el pecador: ¿adivináis quién ha convertido su aseo en una estatua de la Cibeles? Así resarce su frustración de no haber poseído el original en su éxtasis liguero. Me partió el alma su queja, no soporto que ningún potentado se quede sin su capricho. ¿Os tienta su ejemplo, corazones de amianto? Dad la forma de vuestro máximo anhelo a la pieza más reservada del hogar. Estáis en condiciones de marcar la iniciativa, ahí tenéis el suelo capitalino y su paramera. Podéis convertir esos terrenos sin urbanizar ni recalificar en un cementerio de sanitarios. ¡Surcadlos con el santo y seña de vuestra inmobiliaria!

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No os limitéis al retrete, truhanes, difundid vuestra porquería por pueblos, villas y apeaderos de nuestra periferia, que cualquier trozo de tierra en kilómetros a la redonda os identifique. Vuestra basura decorará nuestra Comunidad y me hará rico, caballeros. Tenéis la oportunidad de ennoblecer con mi invento vuestras operaciones vergonzantes. Llevad vuestra trapacería hasta el rincón más esquivo, que yo os cubro y amparo. ¿Atisbáis el alcance de mi oferta? Es época de rebajas; por favor, llamadme al móvil.

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