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Columna
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Bajas de julio

La muerte no se toma vacaciones. Con la estimable colaboración del motor de explosión de cuatro tiempos y de las carreteras del solar celtibérico, sarpullidas de toros de Osborne y puntos negros, el verano en curso se cobrará un buen número de víctimas. Pero no hablamos de esos accidentes mortales. No hablamos de esas bajas. Hablamos de la muerte sustantiva y autónoma. La que hace su trabajo sin ayuda de nadie, la que logra igualar al impecune con el oligarca, al manguta de a pie con el pujante empresario inmobiliario que hoy compra futbolistas y pasado mañana diputados.

Otra vez nos demuestra la muerte su intratable carácter. La muerte no se vende como Tamayo y Saéz. La muerte no se compra (no se deja comprar) porque no tiene precio. Acaba de llevarse por delante a dos monarcas. Acaban de morirse el rey del son y la llamada reina de la salsa. Celia Cruz y Compay Segundo se han tomado unas indeseables vacaciones eternas.

La Parca no conoce de bloqueos ni entiende de exilios. A la vieja dama le da igual trabajar en los garitos de Miami (Vice) que hacer de jinetera en el ancho malecón de La Habana. Le da igual la guaracha que el bolero. Mata igual a los que aman a Castro que a quienes lo odian minuciosamente. Matará un día de estos a Castro, tarde o pronto lo hará, no lo duden siquiera un segundo. Aquí, como decía Blas (de Otero) no se salva ni Dios. Ni el Comandante en Jefe. Así firmó el tirano la corona que le envió a Compay para su entierro: "El Comandante en Jefe". Los muertos ya no mandan. Lo que pueden algunos es cantar desde los altavoces de un equipo de música. O contarnos historias sin fin desde las páginas de sus libros.

Será el caso de otro amado cadáver, de otra baja de julio: la de un grande de Chile (así se refería a Roberto Bolaño, en estas mismas páginas, el mexicano Juan Villoro). Será el caso, sin duda, de este escritor chileno afincado en Cataluña, cuya literatura seguirá creciendo tras su muerte. A los muertos, como escribió Quevedo, podemos escucharles con los ojos.

La muerte ha sido especialmente cruel con Roberto Bolaño. Cuando por fin gozaba de reconocimiento literario, después de haber sobrevivido a base de presentarse a premios de tercera (los únicos decentes) que no siempre ganaba (a veces se debía conformar con un modesto accésit), en plena madurez intelectual y física le ha traicionado su hígado. Bolaño necesitaba un hígado para seguir viviendo y sus lectores le necesitábamos, con ese hígado nuevo que no le trasplantaron, para que construyera más novelas como Los detectives salvajes y más cuentos como los memorables de Putas asesinas.

Bolaño nos redimió del boom latinoamericano y de sus coletazos insufribles, de sus manidas epopeyas seudohistóricas y sus insoportables descripciones mágico-maravillosas. Bolaño era un poeta excepcional y un narrador cargado de talento. Lo mejor de la exitosa novela de Javier Cercas, Soldados de Salamina, es la presencia como actor-personaje invitado de Roberto Bolaño. Todo lo que rozaba se convertía en buena literatura.

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Es una auténtica vergüenza que Bolaño haya muerto con sólo cincuenta años. Pero, como decía Nicolás Guillén, "que se avergüence el amo".

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