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Reportaje:LOS NUEVOS CAMINOS DEL CÓMIC

Héroes del exceso y el mal gusto

Comencemos por Donald, el primer alcahuete. Para quienes crecimos admirando de lejos a héroes de pelo largo, no había sitio más triste que la peluquería: patíbulo de la autodeterminación cuyas solas navajas nos recordaban que éramos simples niños, indefensos ante el pudor adulto. Pero así como hasta el vaquero condenado a la horca puede fumarse el último marlboro, me recuerdo evadiendo el odioso momento con un par de historietas en las manos: encima, bien visible, la del Pato Donald, pobre diablo oprimido por un tío mezquino y millonario que nadaba en piscinas repletas de monedas, y debajo la de Hermelinda Linda: bruja adiposa, sucia y de porte nauseabundo, que luego de beber alguna poción mágica se volvía una hembra ofensivamente apetecible, cuyas carnes brotaban generosas al norte y sur de una cintura ístmica incandescente. Como es obvio, no era esta vieja horrenda y de pronto cachonda la heroína propicia de un niño de diez años, de modo que mi madre me la tenía prohibida terminantemente: razón de más para encontrar en el ritual humillatorio de la peluquería una compensación felizmente morbosa, oculta tras de alguna obra escogida de Walt Disney.

Ciudadano de un espacio inconmensurable donde la realidad supera a la ficción, el morbo a la inocencia y el delirio al recato

Por más que he pretendido, en los años recientes, describir cabalmente a la bruja Hermelinda, no encuentro las palabras necesarias, seguramente porque aquellos excesos gráficos y verbales -los personajes eran, a menudo, poco menos vulgares que una ramera de mingitorio- se me aparecen hoy con dimensiones míticas, tal como les sucede a los habitantes de la aldea de Astérix no bien recuerdan los cantares patéticos de Asurancetúrix, el bardo silenciable. Bástenos con decir que la bruja Hermelinda -un esperpento 100% mexicano- era no menos gruesa que Obélix, ni más joven que Panorámix, cuantimenos más guapa que un jabalí promedio. Seguramente halitosa, flamantemente tuerta, con el pelo teñido y las partes pudendas hediondas a tocino, Hermelinda no precisaba de pociones para repeler a invasor alguno, sino sólo para auxiliar a su clientela en la consecución de alguna quimera contraproducente. De modo que al final no había magia negra sin escarmiento, y así la irrealidad se disolvía para devolvernos hasta el jacal pringoso donde nuestra heroína preparaba sus pócimas con ciertos repugnantes ingredientes: ratas, liendres, carroña, secreciones.

"El buen gusto es la muerte del arte", sentenció alguna vez Octavio Paz en defensa de la pintura de José Clemente Orozco, no todo lo exquisita que sus críticos quisieran. Lo cual no alcanza para hacer que Hermelinda Linda nos parezca toda una manifestación estética, pero sin duda sirve para reivindicar esa rara tendencia del cómic callejero a la procacidad extrema. De la drogadicción festiva de los Freak Brothers a la desfachatada putería de Cherry -heroína triple equis del cómic subterráneo, pariente fornicaria del siempre eunuco Archi, caída de pequeña en alguna marmita repleta de yombina-, pasando por el humorismo escatológico de la revista Hustler, la porquería humana rebasa sus fronteras allí donde no existen vigilantes celosos del buen gusto. Y en México, país donde la irrealidad extrema cuenta con toda suerte de salvoconductos, el mal gusto florece libre de cortapisas, espoleado por la curiosa audacia de dibujantes y guionistas de historietas henchidas de una procacidad rayana en violación tumultuaria y un desenfreno fronterizo con la rebelión.

No queda casi rastro de las multifrondosas vedettes mexicanas de los años setenta, ni memoria precisa de aquellas redondeces planetarias que podían llevar a sus espectadores volando de niñez a pubertad en un solo golpazo de pupila. En todo caso, quienes fuimos perdiendo la inocencia junto al sentido de la proporción en esas historietas salpicadas de dibujos irreales, por golosos, sabíamos que aquella irrealidad encontraba su justa correspondencia en cuantiosas vedettes rebautizadas para evocar presencias delirantes, frente a cuyas medidas corporales la misma Vampirella -musa de lujuriosos, donde los haya- parecería menos que una beata ayunante y macilenta. Lyn May, Ingrid D'Praga, Thelma Tixou, Gloriella: extremismo encarnado sin medida, o en todo caso mesurable en tres dígitos, pues la imaginería popular las calculaba en metros, antes que en centímetros. Sobre todo después de asomarse a las semidesnudeces de esas muñecas de historieta que no por imposibles parecían improbables: un metro de cadera y 1,20 de busto podían ser apenas un principio modesto en la persecución de la mujer ideal.

Sabemos que a Clark Kent sólo la kryptonita verde puede quitarle sus superpoderes, pero que ni con ellos logrará merendarse a Lois Lane. Lucky Luke, por su parte, puede encerrar quinientas veces a los pérfidos Dalton, mas eso no le curará la soledad, ni lo arrimará un cuarto de legua a su hogar omnidistante. ¿Y qué decir de Felipito, émulo del Llanero Solitario perseguido camino del altar por la siempre enfadosa Susana Clotilde Chirusi, pero inútil para lanzarle una sola palabra a esa vecina que día a día lo sonroja sin pizca de clemencia? Más allá de Goscinny, Uderzo, Quino y los héroes de Marvel -impermeables a toda real concupiscencia-, Hermelinda hace cierta la lujuria sólo para despedazarla moraleja mediante: quien recurre a sus pócimas para obtener riquezas y ricuras termina derrotado por la sucia verdad, luego de haber reptado detrás de tentaciones diametralmente fuera de este mundo.

Para ser un verdugo, el peluquero se pasaba de piadoso. Recuerdo los mechones cayendo sobre el papel -esto es, sobre las nalgas extremosas de esa bruja soez y transformista- al tiempo que acechaba la vuelta de mi madre y, ay, el regreso forzoso a los terrenos yermos del Pato Donald, donde la pata Daisy se antojaba aún menos pecaminosa que un beso entre Lorenzo y Pepita Parachoques. Y, en cambio, no he olvidado el bochorno que siguió a la gota de saliva que sin quererlo derramé sobre los muslos de Hermelinda-vedette, para enojo fugaz del peluquero cómplice: "¡Niño, no estés babeando las revistas!".

Tenía, sin embargo, la mínima

disculpa de saberme atrapado por algunas de las ficciones más elásticas del mundo, de cuyo sortilegio se regresa aturdido y confuso. Imposible saber, luego de sumergirse en semejantes desmesuras y acceder a tamañas licencias sicalípticas, si la mujer perfecta debía medir treinta pulgadas de más o de menos, de diámetro o de radio, cúbicas o lineales. Aunque, a la postre, fuera mucho más fácil aceptar la vergüenza de lucir como sargento enano bajo la sensación confortadora de que ahí, en el espejo, había algo cercano a un niño de mundo, y todavía más que eso: a un hombre de historieta callejera. Es decir, ciudadano de un espacio inconmensurable, sembrado de alcahuetes y pócimas perversas, donde la irrealidad supera a la ficción, el morbo a la inocencia y el delirio al recato, entre otras licenciosas excedencias.

Como hasta el peluquero tuvo que saberlo, Hermelinda pertenecía a la casta de superhéroes irreivindicables. Y ello, antes que borrarla, subraya su leyenda inmarcesible. Pues ahora, cuando de sus andanzas chocarreras no queda sino un rastro de hojas percudidas, Hermelinda la Horrible permanece como la amante mítica que nadie nunca podrá describir, y quizá pocos tengan el muy dudoso gusto de evocar.

Mal gusto: quién pudiera preservarte.

Xavier Velasco (México, DF, 1959) obtuvo el Premio Alfaguara de Novela 2003 con la obra Diablo Guardián.

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