Empirismo mínimo
Samir Amin habla de la "insignificancia" de la filosofía norteamericana por su reducción al empirismo más romo. Debería añadir, para bien o para mal (porque a lo peor la especulación cosmovisional ha acabado): por su reducción al academicismo más tópico, aunque más generoso también con sus pupilos, bien mantenidos, viajados y marketizados en el mundo entero. Con todo el respeto que merezca ya McDowell dentro de este mundo esotérico de la nueva/viejísima filosofía de la mente (la realidad y el conocimiento), este libro es también una buena muestra de ello. Parece que no se trata tanto de plantear problemas e intentar resolverlos, cuanto de "definir posiciones" frente a colegas con respecto a tópicos académicos. Los interlocutores tácitos son siempre los mismos en esta filosofía de allende los mares: Davidson, Kripke, Putnam, Quine, Rorty, y alguno más, también importante, como Evans, Peacocke, Sellars, Strawson, etcétera, en este caso. McDowell dialoga asimismo con Aristóteles, Gadamer, Hegel, Kant (por el libro de Strawson) o Wittgenstein, que no es poco.
MENTE Y MUNDO
John McDowell.
Traducción de Miguel Ángel Quintana
Sígueme. Salamanca, 2003
292 páginas. 25 euros
Este libro pretende diagnos-
ticar, exorcizar y curar una grave enfermedad filosófica, al parecer, que todos hemos de reconocer como tal, so pena de insensibilidad bastarda: la angustia o tensión que causa un problema tan importante para el mundo como que siquiera exista, exista tal como lo pensamos. Nada de Weltschmerz wertheriano. Se trata del seco y retórico problema que ya atormentaba a Descartes cuando desde su ventana jesuítica del Collège royal de La Flèche miraba a la calle abajo, y pensaba: ¿habrá alguien bajo esas capas y sombreros?, ¿no será todo este hormigueo de mundo una apariencia, un sueño, una ilusión humana? Se trata de la terrible angustia que causa la posibilidad misma de entrar o no en contacto con el mundo: ¿serán así las cosas, tal como las creemos? De la tensión que produce la tremenda responsabilidad ante el mundo de la preclara mente humana, cuya relación con él es siempre normativa (ya que no, por desgracia, creadora, o, al menos, trascendentalmente constitutiva como en otros tiempos): para ser lo que es, el universo-mundo ha de superar el tribunal de la experiencia humana.
McDowell se inventa y ensa-ya una vía alternativa de empirismo mínimo entre los extremos del naturalismo crudo y de la plena renuncia al empirismo de otros respetados colegas. Intentando diluir, pues, la estricta dicotomía entre lo natural y lo normativo: entre el espacio lógico de la naturaleza o de los conceptos y el espacio normativo de las razones. En esa cuerda floja busca "descripciones perspicuas" de las cosas, que aclaren por fin la gran pregunta (que, por manida e insoluble, habría de saber, perspicuamente, absurda): "¿Cómo es posible el contenido empírico?". La misma que trasladaron a Estados Unidos exiliados empiristas europeos en los años treinta del siglo pasado, y que sigue rompiendo aún la cabeza anglo-americano-sajona.
La solución es la siguiente. Habitar el espacio normativo de las razones conlleva de por sí un plus añadido a la tendencia a cambiar de actitud psicológica en respuesta a algo, es decir, a la inevitable manía de juzgar. Ese plus autocrítico dulcifica la responsabilidad del tribunal de la razón o de la experiencia: porque se cuenta siempre -automáticamente, por así decirlo- en esos avatares con la posibilidad de adoptar una actitud reflexiva responsable, en la que uno se plantee si debe, o no, considerar tal o cual cosa como persuasiva. Un mecanismo autocorrector muy oportuno.
Esto puede parecer un tanto
misterioso y sospechosamente bien traído. Pero si pasamos todo ello por el lenguaje (como se debe en filosofía analítica) y consideramos el lugar de honor que éste ocupa en la Bildung, en el proceso de maduración intelectual del ser humano hasta llegar a habitar en el espacio de las razones o, lo que es lo mismo, hasta llegar a vivir en el mundo, las cosas se aclaran. Es decir, resultan incluso más obvias. El lenguaje en el cual se inicia por primera vez un ser humano ya presenta una primera concretización de lo mental y, con ella, de la posibilidad de adoptar un comportamiento ante el mundo. Las dos funciones principales del lenguaje no son, como para Dummett, ser instrumento de comunicación y vehículo de pensamiento. Éstas resultan secundarias, para McDowell, frente al aspecto del lenguaje que realmente importa: un lenguaje natural (el tipo de lenguaje en que se inicia a los seres humanos) sirve como depósito de la tradición, como un almacén de sabiduría acumulada históricamente acerca de qué constituye una razón y para qué cosa. (Ese imponderable aminora la tensión de nuestra responsabilidad). Esta tradición, a su vez, como es de esperar, está sujeta a modificación reflexiva por parte de cada generación que la hereda. Es más, de hecho, la obligación constante de comprometerse con una reflexión crítica es en sí misma parte de esa herencia. Todo muy bien y muy adecuado. Para esta gran aventura de paz espiritual hizo falta pronunciar seis conferencias en Oxford, cuyos textos (con respectivos apéndices) componen este libro. Parece que Gadamer (y Wittgenstein) vuelve a "urbanizar": en este caso fieras académicas mucho menos robustas que el selvático Heidegger.
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