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Columna
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Granadinos

Las manifestaciones contra la invasión de Irak fueron asombrosas en Granada. La población entera se lanzó a la calle para protestar por una guerra que, pese a los maquillajes gubernamentales, no podía esconder su carácter de genocidio imperialista. Pocos días después, los votantes granadinos le dieron la alcaldía de la ciudad al Partido Popular, sin tener en cuenta que ese partido había trabajado activamente para justificar la primera gran matanza del siglo XXI. La izquierda quedó boquiabierta, y yo también, porque había caído en el error de confundir el voto con la conciencia, como si la conciencia fuese una enfermedad generalizada entre los votantes. Cada sector ideológico de la población tiene sus peculiaridades, sus virtudes y sus defectos, y no resulta conveniente mezclar los síntomas a la hora de realizar diagnósticos. La encantadora fauna de la izquierda, desde los viejos experimentados hasta los jóvenes idealistas, encuentra siempre mil motivos para abstenerse, para autocriticarse, para sentirse culpable por los resultados. La falta de simpatía del candidato número ocho en una lista es ya causa suficiente para provocar una escisión o, incluso, para votar a los verdes. La derecha, sin embargo, es admirable en su eficacia electoral. Ni un genocidio, ni la vergüenza de cien mentiras parlamentarias, ni mil escándalos nacionales o internacionales, impiden que los votantes de derechas acudan a las urnas como un solo matrimonio y una sola papeleta. La conciencia es un lujo que permite simpatizar con caridades abstractas, la paz y la guerra, los ricos y los pobres, pero que afecta poco a las decisiones concretas. Una cosa es la palabra de Dios y otra los negocios del Vaticano.

Sin renunciar a su conciencia, porque es una enfermedad crónica que sólo se supera con la muerte, la izquierda quizá deba esforzarse la próxima vez en prestar más atención a los detalles concretos de la vida cotidiana, es decir, a los problemas de la gente sin conciencia. No conviene olvidar que la gente sin conciencia tiene problemas y que hay muchos problemas que no son de conciencia. Los granadinos, por ejemplo, tienen el problema de sus malas comunicaciones, y no tanto porque sean aficionados a salir de la ciudad (donde se ponga el carril bici del Zaidín que se quiten los demás problemas del mundo), sino porque buena parte de su economía descansa en el turismo. Los trenes son animales prehistóricos que serpentean dolorosamente por unos horarios infinitos, bajo la sombra melancólica de un AVE imposible. Los aviones se cancelan, sobreviven, despegan y aterrizan abandonados a unos horarios que favorecen poco la utilidad del aeropuerto. La carretera de la Costa, que acumula curvas y atascos, es una de las grandes protagonistas mediáticas en los informativos del verano, porque todas las operaciones salida se estrellan contra su tercermundismo. Y por si faltaba algo, vencido el último contrato, ayer se quedó sin mantenimiento la autovía Bailén-Granada. El Gobierno parece empeñado en dejar claro, por tierra, mar y aire, su desprecio. Tal vez la izquierda granadina deba cambiar de estrategia, bajar a los problemas concretos de una ciudad que no funciona y sacar a la gente a la calle para que proteste por sus trenes, sus aviones y sus carreteras.

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