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El profesor y las sirenas

Una experiencia de infancia marcó los derroteros de mi biografía: emigramos de Tabasco cuando mi padre se vio obligado a irse, por circunstancias políticas adversas, para salvar la vida. Mi madre, en la casa, me había enseñado a leer y a escribir. Mi padre, eligiendo la opción de vivir, puso la semilla de otro aprendizaje: el que se hace abriendo caminos afuera, en el espacio que se extiende más allá y lejos de la casa.

Aquel tránsito brusco entre el espacio propio y el ajeno, entre el ámbito del yo y el de los otros, empezó a educarme. En el largo proceso de esa educación llegué a saber que sentirnos bien con nuestro yo, con nuestra manera de ser y estar en el mundo, es la más auténtica forma de sentirnos "en casa": de être bien dans sa peau, como dirían los franceses. Sólo siendo amigo de uno mismo, cultivando el huerto propio, se puede cultivar la rosa blanca de la amistad que sugirió Martí y el interés por lo que es de todos, por "la cosa pública".

El acceso a la palabra, oral primero y escrita luego, tiende el puente entre el yo y los otros, asegura la comunicación. La familiaridad con los libros va afinando la educación, que no es tanto transformar al ser como descubrirlo: desvelarlo, proporcionarle a cada cual los elementos para que la persona se dé forma a sí misma. Dándose forma se llega al fondo, a las raíces, al entendimiento más cabal del mundo. Lástima que, como lo entendió Malraux, ese escritor tan caro a mi generación, hace falta toda una vida para formar a un hombre y, una vez construido, está listo para morir. Sin embargo, esa limitación de cada vida humana en el tiempo es lo que nos permite hablar de destinos: si cada uno de nosotros tiene un destino es porque nuestra vida es finita y tendrá un término. Encontrarse con el destino propio es, en el mejor de los casos, la culminación de ese aprendizaje y ese respeto por uno mismo que va perfeccionándose con la educación y la cultura.

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Recapitulando la experiencia de mi vida, reconozco cómo en la atmósfera cotidiana de la infancia, en el paisaje más íntimo que recupero en lo remoto de la memoria, se impregnó una propensión, yo diría que natural, por la política. Lo que pudo ser aflicción se volvió afección y afición, acaso en el ánimo de asumirla como un desafío, en el afán de ejercerla retando a la oscura fatalidad que muchas veces conlleva, la que había tocado demasiado de cerca a mi propia familia. Habiendo padecido las consecuencias menos amables de la política, algún instinto propicio me fue conduciendo a encontrarle el otro rostro, no el mortífero y anunciador de caos, sino el susceptible de germinar orden, organización y, en suma, vida.

Queriendo entender mejor la política descubrí el ancho mundo de la cultura. Lo que me habría marcado como fatalidad se me volvió vocación, y una parte importante de mi vida se penetró de polis: el signo adverso que lo político puso en mi camino se tornó benéfico cuando pude entenderla como inseparable de la cultura: cuando comprendí que, en el constante intercambio con la cultura, el ejercicio de la política podía humanizarse, es decir, incidir para bien, y no únicamente para mal, en las condiciones de vida de la gente.

Platón me condujo de la mano a Homero: según él, en el poeta ciego aprendían los atenienses a gobernar y no podía hacerse cosa mejor que dirigirse por sus preceptos. Y leyendo a Homero me encontré con Ulises, el más astuto, prudente, inteligente e imaginativo de los príncipes que marcharon contra Ilión. Regresé con él a Ítaca, pero antes lo seguí en su larga travesía sembrada de obstáculos. Y, por supuesto, viví con él el cautivador encuentro con las sirenas, esos seres que, con su belleza y la musicalidad de sus voces, hechizaban a los marinos, atrayéndolos hacia el mar y la muerte. Y aprendí que, para darse el lujo de escuchar aquellos cantos, había que atarse al mástil sin dejarse atrapar por su engañosa seducción. Aprendí que en todas las circunstancias de la vida, y muy especialmente cuando se ejerce algún poder, la sensatez y la madurez consisten en saber autolimitarse, en no ceder a las tentaciones de los deseos de omnipotencia, en no sucumbir a la fantasía de compartir la suerte de los dioses. Saber escuchar los cantos de las sirenas, sin caer en sus redes, es quizás una de las más valiosas lecciones que un hombre con vocación política puede y debe asimilar. Si, además de realizarse como político, aspira a realizarse como ser humano cabal.

Vivimos tiempos difíciles (diría Borges que así fueron todos los tiempos), con el agravante de que el mundo entero marcha como vehículo desbocado por un camino nebuloso y sin saber hacia dónde. ¿Cómo manejarnos en esta tesitura inquietante cuando nada se parece a lo que era? Confieso que no siempre soy optimista. Pero nos queda el ejemplo de Ulises. Si ejercemos esa autolimitación, quizás alcanzaremos a sobrevivir al canto de las sirenas de la tecnología, de la globalización paradójicamente excluyente, del desorden perversamente sistemático de un planeta en plena ebullición. Quizá, si todo esto ocurriera, lleguemos todos con bien a Ítaca.

Aristóteles, en La política, nos alertó para siempre contra quienes, como piezas aisladas en el juego, amaban la guerra más que las necesidades de la vida propiciadas por la comunidad en la polis. Los que siguen actuando así van a darle al mundo, todavía, muchos dolores de cabeza. Esperemos que los valores democráticos acaben por prevalecer, corrijan los desatinos de quienes juegan como piezas aisladas en el tablero mundial y contribuyan a salvaguardar, con la inteligencia de la política y no con la violencia ciega de las armas, los destinos de la humanidad.

Estoy convencido, como Ortega, de que hay que entender y practicar la política como pedagogía social. Una pedagogía democrática que conduzca a una sociedad en la que las decisiones políticas se adopten a través de un diálogo presidido por la razón.

Vivir escindido entre el llamado de la cultura y el oficio de la política, complicándome sin cesar la vida, fue mi "cuadratura del círculo": intentar, entretejiendo ambas vocaciones, transformar la fatalidad en libertad. Pero, ¿acaso no es eso lo más estimulante de nuestra acotada, por finita, condición humana? Para volver a Ítaca hay que haber salido de Ítaca. La historia de Odiseo y su travesía pedagógica, incluyendo el encuentro con las sirenas, es una de las más vigentes metáforas de la condición humana, del proceso doloroso y apasionante que conduce a cada uno al encuentro consigo mismo. Sin todas y cada una de las experiencias que hicieron su dura y prolongada educación, Ulises no seguiría comunicándonos, veintiocho siglos después, tan profundas y vigentes lecciones sobre el perfeccionamiento y pulimento de nuestra naturaleza, en y a través de la cultura.

Preocupa, pensando en México, la cortedad de visión que, a veces, parece caracterizar aquí a la política. Articular lo mucho que anda disperso y desordenado es la tarea ardua -pero de ninguna manera ingrata- que le espera a una nueva generación ya ansiosa por poner manos a la obra y correr el riesgo. La meta: consolidar una transición que aún está entre paréntesis, crear las nuevas instituciones que los tiempos requieren y construir, ahora sí, un Estado social y democrático de derecho: el Estado plural, con un lugar para todos los mexicanos, capaz de garantizarnos la sobrevivencia en este complejo, asediante y peligroso siglo XXI.

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