La irresistible caída del IG Metall
El mayor sindicato industrial del mundo se encuentra sumido en una profunda crisis, agravada por una lucha por el poder
La huelga por la semana laboral de 35 horas en el este de Alemania ha concluido con una derrota sindical, la primera en casi medio siglo. El IG Metall alemán, que con casi 2,6 millones de afiliados es el mayor sindicato de trabajadores industriales del mundo, se encuentra sumido en una profunda crisis y transmite la sensación de marchar en irresistible caída. Lo más grave de la crisis del IG Metall es la falta de respuesta a los desafíos de una sociedad y una economía que tienen poco que ver con los modelos clásicos en los que nació, creció y luchó el movimiento sindical. Flota en el ambiente el temor de que los sindicatos alemanes, uno de los pilares del resurgir del país tras los escombros de la II Guerra Mundial, factor esencial de la economía social de mercado y del capitalismo con rostro humano, puedan correr la misma suerte que los británicos, aniquilados en su día por la política de la primera ministra Margareth Thatcher.
Los problemas de la central han empezado a preocupar a los políticos y a la patronal
La celebración del Primero de Mayo resultó un auténtico calvario para el canciller alemán, el socialdemócrata Gerhard Schröder (SPD). Los sindicatos amenazaron al Gobierno con un mayo caliente que se quedó en agua de borrajas. Cuando sobre la otrora boyante economía alemana se cierne la amenaza de llegar a cinco millones de parados el próximo invierno, cuando las cifras de crecimiento ponen de manifiesto que la locomotora recula en vez de avanzar, cuando el número de empresas que quiebran bate todas las marcas, los asalariados alemanes temen por su puesto de trabajo y tratan a toda costa de conservarlo.
Incapaces de interpretar los signos de los tiempos, dirigentes del IG Metall lanzaron en junio a los trabajadores de la industria suministradora del automóvil en el este de Alemania a una huelga por las 35 horas semanales. El objetivo era lograr la equiparación de los trabajadores de los Estados del este de Alemania, la desaparecida República Democrática Alemana, con sus colegas del Oeste, que ya tienen las 35 horas semanales. No advirtieron que era el momento y lugar más inadecuado para la convocatoria de huelga. Los jefes sindicales, algunos de los cuales se reconocen herederos espirituales del marxismo, olvidaron algo tan elemental como analizar la correlación de fuerzas. Gran parte de los obreros del Este preferían trabajar las 38 horas con menor salario a luchar por las 35 y correr el riesgo de quedarse en la calle. Al otro lado del río Oder, a escasos kilómetros de las fábricas en huelga, se encuentra un ejército industrial de reserva de polacos, checos y húngaros dispuestos a trabajar muchas más horas y por mucho menos salario del que perciben los alemanes.
El IG Metall no encontró eco entre los trabajadores del Este y tuvo que importar autobuses de sindicalistas del oeste de Alemania para formar los piquetes a las puertas de las fábricas en huelga. Los esquiroles dormían dentro de alguna fábrica para evitar enfrentarse a los piquetes. Cuando empezaron a faltar los suministros y la industria del automóvil del oeste de Alemania -BMW y Volkswagen- anunció el comienzo de la jornada de trabajo reducida, el IG Metall sufrió lo peor que puede ocurrir en una huelga. Obreros del Oeste que veían reducida su jornada y sus ingresos echaban pestes de la huelga del Este y contra los dirigentes del sindicato. Al final, al IG Metall no le quedó más remedio que reconocer el fracaso de la huelga y desconvocarla. Por primera vez desde que en 1954 perdiera una huelga en Baviera por un quítame allá esos céntimos, el poderoso IG Metall había mordido el polvo de la derrota.
En circunstancias normales, la consecuencia de la derrota habría sido una autocrítica. En el IG Metall se desencadenó una auténtica lucha por el poder que no culminó en una noche de los cuchillos largos porque las fuerzas parecen equilibradas entre los dos grupos enfrentados. El fracaso de la huelga sacó a relucir el odio cainita entre el todavía presidente del IG Metall, Klaus Zwickel, que a sus 64 años se retira en el próximo congreso, y su vicepresidente y designado sucesor, Jürgen Peters, de 59 años. Zwickel aprovechó la ocasión para intentar acabar con Peters, revocar su designación como candidato a presidente del sindicato y entregar la herencia del IG Metall a otro. En la maratoniana reunión de 13 horas en la cumbre en la sede del sindicato en Francfort el pasado 9 de julio, Zwickel ofreció dimitir de su cargo si también Peters se iba con él. Se sometió a debate la dimisión colectiva de la dirección y anticipar el congreso que votará al sucesor de Zwickel, convocado para para octubre. Ninguna de estas mociones consiguió mayoría en una presidencia dividida entre los llamados tradicionalistas y los reformistas. Peters, tradicionalista duro, considera una irresponsabilidad dejar al IG Metall descabezado y está dispuesto a que el congreso sindical le vote como presidente. Desatadas las teorías conspirativas, no falta incluso quien supone que hasta el mismo canciller Schröder podría haber movido los hilos con Zwickel para llevar al fracaso la huelga del Este y de paso acabar con la carrera del duro e incómodo Peters a la presidencia del IG Metall.
Semejante conspiración parece descabellada, pero no cabe la menor duda de que los políticos han intervenido como nunca en asuntos sindicales, algo que se consideraba tabú en Alemania. Schröder; su superministro de Economía y trabajo, Wolfgang Clement, y el ministro del Interior, Otto Schily, se pronunciaron en contra de la huelga por las 35 horas o recomiendan al IG Metall que se busque una jefatura más moderna y adecuada a los tiempos actuales. En declaraciones al Financial Times Deutschland, Schröder se manifestó de forma inequívoca a favor de que el IG Metall tome ejemplo del sindicato de la industria química, minería y construcción, "ellos hacen lo que deben en la forma correcta" con subidas salariales moderadas, se trata de "encontrar el equilibrio programático entre la libertad y la solidaridad". Para Schröder, la lucha por el poder en el IG Metall "sólo en la superficie es un conflicto personal", porque detrás se esconden problemas estructurales que exigen una respuesta: "Necesitamos sindicatos modernos y capaces de lograr compromisos con los empresarios".
La lista de sociólogos y politólogos y analistas de toda laya que estos días se pronuncian sobre la crisis del IG Metall y de los sindicatos alemanes sería interminable. El sociólogo inglés Anthony Giddens, teórico de la tercera vía del primer ministro británico, Tony Blair, e inspirador del nuevo centro de Schröder, analiza la derrota en la huelga del IG Metall como "sintomática para darse cuenta de que la autodefinición de los sindicatos tiene que cambiar".
Las palabras de Giddens tienen su expresión palpable en el alto número de deserciones en las filas sindicales. En la primera mitad de este año, más de 46.000 se dieron de baja en el IG Metall, más que en todo 2002. La crisis del poderoso sindicato ha empezado a preocupar a los políticos y a sus interlocutores en la patronal. Por eso muchos se inquietan y llaman la atención de que "el aullido de triunfo por la derrota del IG Metall en la huelga es estúpido". Así lo afirma el veterano político democristiano Heiner Geissler, ex secretario general de la CDU. Sostiene Geisler que el IG Metall tiene que analizar la derrota en la huelga, pero "sólo ideólogos deformados en economía empresarial pueden alegrarse cuando se debilitan los sindicatos. Unos sindicatos debilitados no son buenos para Alemania".
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