Elogio de los tipógrafos de la Federación Socialista Madrileña
He leído pocos libros de memorias tan hermosos como El tiempo amarillo de Fernando Fernán-Gómez. Las páginas más fascinantes de la obra, siempre en estupenda prosa, son las que acogen el porfiado esfuerzo de Fernán-Gómez por situarse y definirse a sí mismo en el cambiante marco de las circunstancias y por contarse al lector con toda la transparencia a la vez que con un pudor extremo. Pero con frecuencia no valen menos los perfiles de otros personajes y la crónica de hechos externos, de los teatros de la guerra al cine de la posguerra.
Una de las siluetas que mejor se recortan en las memorias es la del abuelo, Álvaro Fernández Pola, en la Villa y Corte de finales del siglo XIX. Visto como se le ve, con los ojos de la abuela -la heroína y desde luego la figura más atractiva de El tiempo amarillo-, se trataba ciertamente de un tipo difícil y atrabiliario. Pero, por otra parte, era hombre "muy inteligente", "bastante leído", con "ínfulas de escritor, de actor y también de inventor", regente de la imprenta de la Diputación, en el recinto del Hospicio (Fuencarral, 84). No hubiera hecho falta añadir que, sobre colega, fue amigo y correligionario de Pablo Iglesias, para que reconociéramos de inmediato a un típico espécimen de la Federación Socialista Madrileña. Porque, como es bien sabido, las raíces del Partido Socialista Obrero Español (1879) están en el sector de tipógrafos de la Internacional, integrado en 1873 en la Asociación General del Arte de Imprimir; y principalmente de tipógrafos se nutrieron sus filas en la época originaria.
Más que un activista como Pablo Iglesias o José Mesa, Álvaro Fernández parece haber sido de una cuerda afín al protagonista de La verbena de la Paloma (1894). Pues no dudemos de que Julián militaba en el PSOE. Cuando se describe como "un honrado cajista / (¡maldita sea la...!) / que gana cuatro pesetas / y no debe na", podemos incluso preguntarnos si no precisará la cuantía del jornal para celebrar una reivindicación conseguida en alguna de las numerosas huelgas de tipógrafos encabezadas por Iglesias o la satisfacción de tener un trabajo (y bien pagado: según Álvaro, un cajista se las arreglaba con diez o doce reales) cuando muchos compañeros estaban en la calle por su participación en conflictos laborales... En cualquier caso, el regusto de su declaración de principios, recién salido a escena, es inequívoco: "También la gente del pueblo / tiene su corazoncito...". Tanto que, según Indalecio Prieto, Pablo Iglesias llegó a esgrimirla en los mítines.
Como a muchos colegas, a Álvaro le gustaba darle a la pluma, y escribió dos funciones de teatro: una "absolutamente ilegible", según su nieto, y otra que a su mujer la sacaba de quicio porque salía a relucir cierta tabernera (¿la "señá Rita"?) con quien el regente se había liado. Cuesta poco imaginar por dónde irían literariamente esas piezas, mezclando las esperanzas nuevas con las formas viejas y sobadas, únicas al alcance de los obreros de entonces. Es el estilo de la versión española de La Internacional: "Arriba, parias de la tierra; / en pie, famélica legión...".
Con las luces y sombras de cada quisque, Álvaro Fernández acompañaba a los otros tipógrafos de la Federación en el respeto casi supersticioso por la cultura, la confianza en la instrucción pública y la creencia de que los trabajadores de la imprenta debían contribuir a una y otra con especial tesón. Con ese designio compuso (intelectual y materialmente) y publicó en 1904 un notable Manual del perfecto cajista.
La parte más gruesa del libro, y probablemente la más útil en aquellos años, es la que versa sobre las imposiciones y casados, es decir (a grandes rasgos), sobre la manera de disponer las planas en la platina de suerte que salgan impresas en buen orden y con los márgenes adecuados. Claro está que las soluciones específicas tanto de ésas como de otras secciones del Manual se quedaron anticuadas hace muchos años (la sustancia, no: el asunto es en verdad esencial, y nunca se remachará demasiado). Pero aún son bastantes los capítulos que están pidiendo a voces ser estudiados en los departamentos de producción de las editoriales, sobre todo de las grandes editoriales. Hoy cualquiera se atreve a hacer un libro sin saber más que copiar un texto informático en un programa de autoedición. Álvaro Fernández sabía muchas otras cosas, comenzando por ortografía y puntuación. Sabía y enseña cómo dividir las sílabas de una palabra entre línea y línea para evitar efectos no buscados (dis-puta, sa-cerdote), intercalar una poesía justificando al medio el verso más largo, insertar nombres y acotaciones en las obras dramáticas. O de qué forma y con qué contenido poner las cabeceras y los folios, qué sangría dar al principio de párrafo, la manera de ajustar una página sin calles o corrales que la recorran de trazos blancos... Sabía, en suma, la diferencia entre un libro fácil y grato de leer y un mazacote impreso.
El hincapié en tal diferencia obedecía expresamente al espíritu declarado por el más sabio de los tipógrafos del grupo, Juan José Morato, con palabras, también de estilo inconfundible, que Álvaro hacía suyas: los cajistas habían de ser "cooperadores inteligentes, no oficiosos, en la obra de hacer llegar al público la Idea", "en la noble tarea de grabar el Pensamiento". Morato, benemérito asimismo por varios estudios históricos, difundió en 1900 y renovó en 1933 una Guía práctica del compositor tipógrafo que es sin duda el repertorio clásico de la imprenta española del novecientos. Preside la Guía un lúcido criterio de racionalidad y economía funcional inspirado en la convicción de que el arte de imprimir "necesita no solamente ser bueno en sí mismo, sino poseer tal bondad en relación a una finalidad general": en concreto, la concepción del libro como "servicio público".
Así lo escribía en 1929 el supremo maestro de la tipografía moderna, Stanley Morison, cuyas propuestas no por azar coinciden o concuerdan a menudo con las de Morato y Fernández. Entre nosotros no ha habido un Morison. Pero en los tiempos que corren, cuando como libros se venden tanto productos que no merecen el nombre, vale la pena aprovechar la experiencia y no olvidar la tradición que tan dignamente encarnan los tipógrafos de la Federación Socialista Madrileña.
Francisco Rico es miembro de la Real Academia Española.
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