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Entrevista:TROTAMUNDOS | ASHA MIRÓ | EL VIAJERO HABITUAL

Voluntaria en Ruanda

El gran viaje de su vida ya lo ha contado en un libro: La hija del Ganges (Lumen, 2003). La aventura emocionante de una niña adoptada por españoles que, ya adulta, emprende la búsqueda de su familia biológica. El día de esta entrevista, Asha Miró está a punto de partir de nuevo a la India para recrear su historia en un documental, pero prefiere que hablemos de su paso por Ruanda.

Partió hacia África en 1998, cuando las heridas del genocidio ruandés estaban aún abiertas y al día siguiente de que estallara la bomba en la Embajada norteamericana de Nairobi. ¿Es usted una kamikaze?

No, pero me apunto a todo lo que merece la pena. Una amiga cooperante me invitó a pasar un mes allí colaborando en un orfanato de la madre Teresa de Calcuta. Mi padre trató de disuadirme tras la noticia de la bomba, pero yo le dije que a las personas que viven la vida intensamente, la muerte puede sorprenderlas en cualquier sitio. Y él me respondió: "Vale, pero regresa viva".

Está claro que fue obediente. Descríbame su impresión del orfanato ruandés.

La realidad colapsaba todos los sentimientos. Aquellos niños que habíamos visto mil veces por televisión ahora eran dolorosamente reales. Pequeños esqueléticos que no se tenían en pie. Se me rompió el corazón cuando un niño de 11 años se me acercó y en francés me pidió que le consiguiera unos padres.

¿Se puede adoptar a estos huérfanos de la guerra?

No hasta los 12 años. A partir de esa edad se supone que el Estado les busca unos padres, sin demasiado éxito.

¿Cómo era Kigali?

Kigali era una ciudad fantasma, con cuatro casas de ladrillo y techo de hojalata. Pero había una zona para ricos con grandes casas con piscina. En la zona pobre hacen algo bonito: una vez al mes hay turno de limpieza de la ciudad a cargo de los propios habitantes, que se las tienen que arreglar sin agua corriente.

Creo que en 1998 aún existía el toque de queda.

Sí. A las cinco de la tarde tenía que estar todo el mundo en casa. Había mucho pillaje y era habitual que mataran a personas. Todo estaba militarizado, con tanques en cualquier esquina.

¿Sintió miedo en algún momento?

Sí, una noche que pasamos a las afueras de Kigali, en la iglesia de Nyhamata. Oíamos los camiones militares como si los tuviéramos dentro, pero nos hacíamos los valientes. Aquella iglesia es importarte porque allí tuvo lugar la matanza de 30.000 tutsis. Un santuario del horror.

¿Le parece bien terminar con una anotación dulce de su estancia allá, si la hubiera?

Claro. Allí he visto las puestas de sol más maravillosas de mi vida. Unos campos con una vegetación increíble. Gente buena de Médicus Mundi y de Intermón que se multiplicaba por ayudar a esos niños. Y nunca tuve problemas, porque en Kigali hay mucha gente de la India, como yo, así que me aceptaron muy bien. A los blancos los odiaban.

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