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Francia

En su empeño por desacreditar la pasada política exterior de España, está tomando cuerpo en los círculos de pensamiento ahora dominantes una concepción maniquea de las relaciones exteriores que bien pudiera resumirse en una transposición del conocido "el que no está conmigo está contra mí". Afirman los que militan en sus filas, bien aguerridas por cierto, que quien no está con Estados Unidos está contra España. No queda ahí la cosa, sin embargo. Porque esta cara del cada vez más acentuado alineamiento estratégico de Madrid tiene, naturalmente, su correspondiente cruz: la simultánea descalificación de los dos países sobre los que se apoyó aquella otra opción, la que nutrió la acción exterior de España desde ya antes de su ingreso en la Europa comunitaria en 1986 hasta el triunfo electoral del Partido Popular diez años más tarde.

Francia y la República Federal de Alemania son las bestias negras de ese pensamiento único transatlántico, inspirador de la doctrina que en los más diversos foros imparten nuestros actuales dirigentes políticos y sus mentores intelectuales. Para que no quedara el menor resquicio a la vacilación al desencadenarse la guerra contra Irak, uno de los más distinguidos ejecutores de tal doctrina se apresuró a refrescar la memoria de los españoles recordándonos la invasión napoleónica, la invasión de un ejército ocupante decía como de pasada, y la Alemania nazi, la Alemania exasperada de 1939. Pero es, sobre todo, Francia la que se lleva la palma en esta campaña de acrimonia. Cuanto París ha hecho o dejado de hacer en las últimas tres décadas lo ha sido, según aquéllos, en perjuicio de nuestros intereses nacionales, nefando comportamiento en el que se dan cita la prepotencia, su proverbial desprecio del español y su cicatería. Diríase que se ha invertido la sentencia de Blaise Pascal "vérité au déçà des Pyrénées, erreur au delà". Por lo visto, ahora la verdad está de este lado de la montaña. Proclaman igualmente que Francia en particular, pero también Alemania, cualquiera que sea el color de sus gobiernos, no son nuestros mejores amigos. Son Estados egoístas, artífices de la Europa-fortaleza, de la Europa fría de los intereses. Naciones arrogantes, que menosprecian el vínculo transatlántico y que se empecinan en alzarse frente al auténtico amigo, el amigo americano, fuera de cuya sombra protectora no hay salvación. Es Francia, según aquéllos, la de Chirac como la de Mitterrand, el vecino del que todos debemos desconfiar, cuya reticente actitud -todavía hoy- en la lucha contra el terrorismo de ETA da la medida real de su voluntad de cooperación con España. Estamos desandando lo andado.

Aun cuando no sea ajeno a un castizo atavismo, tengo para mí que este discurso no obedece sin más al resentimiento de inferioridad del español frente al francés. Responde ciertamente a una estrategia bien meditada, la cruz de aquella cara, cuyos más inmediatos destinatarios, además de la opinión pública, son cuantos no comparten esa buena nueva, recelan del mundo que se avecina y se resisten a que España ocupe el puesto que le corresponde en la escena internacional. Por ello son tildados de miopes y timoratos, cuando no de papanatas.

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Un análisis desapasionado, realista y sin complejos acerca de dónde se hallan nuestros intereses permanentes, así como nuestras exigencias estructurales, nos conduce a Francia. Francia sigue siendo, a mi juicio, el camino por donde hemos de transitar, y no sólo por razones geográficas, en una Unión Europea ampliada. Junto con la República Federal, Francia constituye ese núcleo duro de la construcción europea del que no debimos apartarnos, porque jamás debimos abdicar, como hemos hecho, de nuestro decidido propósito de ser actores protagonistas en lo mucho que queda por hacer en ese proceso hacia una Europa unida, justa, fuerte y soberana. Ese camino, que España no puede recorrer sola, no pasa necesariamente por Londres. Pasa, sin duda, por París; también por Berlín, y deberá pasar un día por Varsovia. ¡Seduzcamos los tres juntos a Polonia!

Siempre he propugnado la más estrecha relación con Francia, nuestro aliado natural junto con Alemania en el quehacer europeo. Lo es porque franceses y españoles tenemos percepciones comunes e intereses comunes en numerosas cuestiones de política exterior, en particular en Europa, en el Mediterráneo y en Oriente Medio. También en el Magreb. Sí, en el Magreb, frente a lo que muchos piensan. Porque una cosa es la legítima competencia para ganar cuotas de influencia o de mercado aquí o allá -y eso hay que pelearlo-, y otra -que es una exigencia profunda y permanente- la necesidad de cooperar, con una visión compartida de lo que está en juego, para contribuir al pleno desarrollo de aquellos países tan próximos como son Túnez, Argelia y Marruecos. Y hacerlo con lealtad y en diálogo franco y permanente, sin los conocidos resabios del pasado, como aquellos que durante cerca de medio siglo alimentaron tanto desencuentro entre las dos zonas del Protectorado.

Por descontado, también París tiene que estar a la altura de las circunstancias y ser consecuente con su reiterado discurso sobre su ejemplar partenariado con Madrid. Donant donant, como allí se dice. Los franceses deben abandonar su, en ocasiones, mal disimulada propensión al unilateralismo en sus tratos con España. Hasta tal punto inspira recelo esa conducta que en más de una ocasión he escuchado manifestaciones contrarias al acueducto del Ródano ¡por no dejar en manos de Francia tan preciado abastecimiento!, siendo así que nadie pestañea ante la estratégica dependencia gasística del norte de África. Los franceses deben ser, sobre todo, conscientes y actuar, por tanto, en consecuencia, de la cruda realidad: sigue habiendo Pirineos, si ya no tanto como metáfora psicológica, sí como barrera física difícilmente franqueable. No se edifica esa Europa a la que aspiramos si se dejan prácticamente incomunicadas por tierra a España y Portugal, y a Marruecos detrás. El Gobierno francés asume una responsabilidad histórica sometiéndose en cada ocasión a las exigencias de sus ecologistas. Las comunicaciones con la península Ibérica deben ser también una prioridad política para París. Son ya un test de su credibilidad. La opinión pública española no entenderá que la actual situación se prolongue. El presidente de la República Francesa debe asumir sus responsabilidades en este terreno, dando así la medida de su proclamada amistad con los vecinos del Sur.

Máximo Cajal es embajador de España

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