El gran desván
Hay una parte invisible del arte que es, cuando menos, tan decisiva como la visible. Me refiero a ese subsuelo infinito en el que yacen los fantasmas, a ese iceberg sumergido en océanos sin fondo, a ese desván que es desmedidamente mayor que la propia casa. Lo que llamamos arte es un sendero perdido en el laberinto. Aunque si pudiéramos observarlo a vista de pájaro este sendero apenas podría diferenciarse de los mil caminos ciegos: las obras pensadas pero no realizadas; las realizadas sin ver, después, la luz; las destruidas por el propio artífice; las suspendidas en el olvido del tiempo que ahora descansan en un cajón o en un almacén; las obras que fueron imaginadas con un rumbo totalmente opuesto al que luego los libros o los museos les han otorgado.
Lo que oculta el gran desván hace paliceder los muebles que orgullosamente exhibimos
Lo que oculta el gran desván hace palidecer los muebles que orgullosamente exhibimos. Y, sin embargo, sólo podríamos tener una idea aproximada de lo que es el arte si fuéramos capaces de introducirnos en su doble espectral. Allí encontraríamos, sin duda, aquellos proyectos arquitectónicos que Leon Battista Alberti consideraba superiores a cualquier edificio y aquellas imágenes esenciales que Miguel Ángel no quería cambiar por ninguna estatua, por perfecta que ésta fuera. Allí se hallarían también esas formas sin forma -Las Madres- que Goethe hace buscar a su Fausto en un lugar recóndito. Quizá leeríamos asimismo la segunda parte de las Almas muertas de Gogol, recuperada desde el fuego a la que la condenó su autor. En algún rincón acaso podríamos oír el sonido de la música callada, la que Platón atribuía a las estrellas o la que el desgraciado compositor Leverkhün, el héroe de Doktor Faustus, de Thomas Mann, creía haber atrapado en su cerebro. Y no faltarían las sensaciones, para nosotros imposibles, de Goya envuelto en sus pinturas negras en la Quinta o de Beethoven, sordo ya también, dirigiendo un concierto distinto por completo al que oían sus espectadores.
Imaginar la vertiente invisible del arte nos hace que éste sea mucho más visible. En un sentido semejante, lo no realizado ilumina lo realizado y seguramente existe un Alto Tribunal que, desde su trono fantasmático, valora lo que hemos hecho en función de lo que a veces desesperadamente hemos querido hacer. Únicamente un miembro ocioso de este tribunal podría escribir la verdadera Historia del Arte que incluiría, junto a unas pocas líneas dedicadas a las obras finalizadas, millones de páginas repletas de ideas, proyectos, bosquejos, esbozos; es decir: todo aquello que bascula entre la divinidad de la forma pura y la desahuciada criatura de vertedero.
Conocemos a los autores por lo que han hecho y los conoceríamos aún más si pudiéramos saber lo que no han hecho. Esto es válido, en cualquier época, para pintores, músicos, escritores, cineastas. Entre éstos, y en la nuestra, no recuerdo, fuera quizá de Orson Welles, un caso tan representativo como el de Andréi Tarkovski. Naturalmente poseemos sus grandes películas, de Andréi Roublev a Sacrificio, pero se hace difícil dejar de lado la filmografía espectral que otorga mayor grandeza aún a su obra.
Tenemos una cierta noción de ella a través del diario que escribió entre 1970 y 1986, fecha de su muerte. Nos informa de su permanente inclinación a establecer puentes entre el cine y la literatura, así como de su talento para traducir los signos de su época en un inquietante horizonte de trascendencia. También nos revela, al lado de su célebre perfeccionismo, una ambición artística sin límites o -lo que tal vez sea lo mismo- una angustiosa búsqueda que sólo se calma en el titanismo de los proyectos y en la fiebre de la imaginación.
En el corto periodo de ocho años, de 1970 a 1978, Andréi Tarkovski acaricia la posibilidad de trasladar a la pantalla gran parte de las obras de Dostoievski -El idiota, El adolescente, Crimen y castigo, El doble- y de Thomas Mann -José y sus hermanos, La montaña mágica, Doktor Faustus- sin despreciar, al mismo tiempo, las oportunidades que encuentra en Camus, Shakespeare, Ibsen o Bulgákov. Si tenemos en cuenta que Tarkovski pensó seriamente en la realización de todos estos proyectos, y trabajó duramente en la mayoría, no debemos descartar que considerara que tenía un tiempo ilimitado para su arte, por más que el tiempo de la vida tuviera limitación.
Su último gran proyecto, tampoco llevado a la pantalla, La vida después de la vida, apunta no sólo a una dimensión mística sino también a la inmortalidad de lo que, desprovisto de fronteras, escapa al espacio de la obra cerrada y recluida. Precisamente, leyendo el Diario de Tarkovski, puede sospecharse que éste tenía muy en cuenta a los espectros como materia prima de su cine y que, en definitiva, lo que se ha llamado eternidad es ese desván infinitamente más grande que la mayor de las mansiones. Por eso lo que hace decisiva a una obra de arte es el poder invisible de su doble. Tarkovski lo dejó escrito: "Llevo encima las heridas de todas las batallas que rehuí".
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