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Caldo de cultivo

Francisco J. Laporta

Uno se corrompe porque quiere. El acto por el que se acepta un soborno o se cede a un tejemaneje es un acto individual y voluntario. Eso es lo que nos permite decir de quien lo hace que es un sujeto indecente o una autoridad venal. Nuestro juicio moral negativo descansa siempre en una acción personal que brota de la decisión del sujeto a quien juzgamos. También la posibilidad misma de someterle a un proceso penal depende de este hecho. Nunca debemos olvidarlo. Aunque a veces hablemos como si las hubiera, no hay fuerzas objetivas ni poderes institucionales que se impongan irresistiblemente a quien obra prostituyendo su escaño o vendiendo su posición de poder. Si ése fuera el caso, perderíamos nuestra posibilidad de juzgar su conducta. Quien se corrompe es un inmoral. Y no corromperse es sencillo: sólo tiene uno que plantarse y decir que no.

Esa ineludible dimensión individual es la que fundamenta un postulado básico de todos los estudios sobre la corrupción política: la práctica certeza de que siempre hay corrupción. El anhelo de "corrupción cero" que late en tantas encuestas de opinión es un ideal inalcazable. Y la prueba es que la compraventa de diputados es tan vieja como la historia misma del parlamentarismo. Escuchen si no las palabras de Martínez Marina a principios del siglo XIX: "... y sobre todo, tuvieron la osadía y desvergüenza de comprar los votos de los representantes de la Nación, provocando su avaricia con el cebo de pensiones vitalicias, honores, empleos y gracias... ¿qué mucho que la elección de Procuradores de Cortes se convirtiese en una especulación de comercio, y que estos oficios se vendiesen a pública subasta?". Un siglo después vendría el célebre caciquismo, con su intenso trapicheo electoral. Y ahora, cuando empieza el siglo XXI, nos encontramos todavía con espectáculos como el de la Asamblea de Madrid. Parecería que estuviéramos ante una de nuestras más castizas tradiciones, pero por desgracia -que no debe ser consuelo de tontos- no somos la excepción. En todos los sitios se han cocido estas u otras habas en el puchero electoral. Un estudioso americano de la práctica del soborno pudo ilustrar su libro con un apéndice que contiene hasta una lista de precios. En 1694, el speaker de los Comunes estaba a mil guineas. Un senador americano costó en 1905 dos mil quinientos dólares. El simple volante se vendía sólo por tres. De acuerdo con el registro de la Asamblea de Representantes de los Estados Unidos, desde 1972 a 1992 se dieron más de cuarenta casos de corrupción individual. A dos por año. La mayoría de ellos dimitieron o fueron expulsados por la propia Cámara, que allí, a diferencia de lo que aquí sucede, dispone de unos comités de ética para juzgar estos comportamientos.

No digo esto para fomentar el cinismo o la resignación. La corrupción es un impulso individual y siempre existirá, pero no es lo único que se puede decir sobre ella. No hay que olvidar en particular que las circunstancias en las que se desenvuelve la vida política y económica incrementan o reducen la probabilidad de que se dé ese impulso individual, y de entre esas circunstancias es especialmente relevante el tipo de política que practiquen los gobernantes. Los actos de corrupción aumentan cuando se da un determinado caldo de cultivo. Igual que la violencia de género: uno puede ser muy contrario a los malos tratos a la mujer, pero si acepta con complacencia el tosco discurso machista sobre los testículos "bien plantaos" está reforzando las pautas culturales que los alientan. Me parece que este tipo de contradicciones definen profundamente lo que está ocurriendo en España con el Gobierno del Partido Popular. Su líder y sus miembros se pronuncian una y otra vez contra males, vicios y corruptelas al mismo tiempo que crean las condiciones para que se reproduzcan.

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Con la corrupción política eso está muy claro. Se sabe desde hace mucho que la gran corrupción encuentra su ambiente más propicio cuando importantes decisiones económicas se toman en régimen de monopolio de poder, con amplia discrecionalidad y sin controles ante los que responder. Si un sujeto de escasa entidad moral se encuentra en la tesitura de tomar una decisión de alcance sin criterios legales ni controles externos es altamente probable que acabe por ceder al mejor postor. Y las políticas que ha desarrollado el Gobierno durante estos años fomentan esas condiciones. Entre otras cosas, porque ha ignorado, cuando no traicionado, un expreso mandato constitucional del que no suele recordarse sino la primera parte. Artículo 47: "Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación". Nadie puede defender seriamente que las políticas urbanísticas del Partido Popular se han dirigido a impedir la especulación. Muy al contrario: han alentado el desarrollo de una espiral vertiginosa y sin control que, según se dice, puede haber llegado poco menos que a conferir su perfil al modelo aznarista de crecimiento económico. De los peligros de ello ya están advirtiendo los economistas, pero para mejor conjurarlos habría que poner mano pronto en la batería de normas y decisiones que los han producido.

Donde, sin embargo, es más obvio el caldo nutriente de la corrupción es en materia de controles. Munido de su mayoría absoluta, el Partido Popular ha relajado o colonizado todo aquello que pudiera sonar a supervisión o control. De cualquier clase que fuera. Ha reducido esa función tan propia de las cámaras parlamentarias a un ejercicio vacío de reflexión y lleno sólo de malos modales, y se ha cerrado en banda a cualquier noción de responsabilidad política, pese a haber sido tan exigente con la de los demás. En materia de medios de comunicación ha entronizado allí donde ha podido el escamoteo y la obsequiosidad. Contemplar el tratamiento que da a la noticia política la cadena pública produce vergüenza ajena. Sus responsables más altos parecen haber abdicado de su condición de informadores y se han puesto a ejercer de simples tiralevitas. Por no mencionar los controles jurídicos. Es difícil imaginar cómoese ministerio público pensado para proteger el interés general puede haber llegado a traicionar hasta tal punto su propia naturaleza. Nunca había llegado a tanto descrédito. Y se detecta también un profundo malestar en importantes sectores de la propia judicatura, que contemplan alarmados cómo por unas u otras vías acceden a los cuerpos judiciales hechuras del Gobierno o de sus grupos próximos. Del Consejo General del Poder Judicial se empieza a extender ya el acta de defunción. Si es que sirvió alguna vez para algo, ya no sirve, y, pensado precisamente para proteger la independencia del juez, ha mutado diabólicamente en una maquinaria para ascender en la carrera a los afines al partido gobernante. De aquellas vehementes diatribas contra la elección parlamentaria de sus miembros ya no queda nada. Por lo demás, los controles judiciales siguen siendo torpes y premiosos, y los órganos encargados de vigilar la corrupción, como la fiscalía competente, han sido sistemáticamente saboteados.

Deben, por tanto, empezar a sonar las alarmas, porque cuando se decide con mayoría absoluta sobre pobreza y riqueza, se debilitan los criterios de sometimiento del poder al derecho y se ignoran los controles políticos, mediáticos y jurídicos, acaban siempre por aparecer en escena el corruptor y el corrompido. Esto no es una acusación ni una advertencia, es sólo un elemental corolario de la ciencia política. Pero nunca, por cierto, ha sido refutado. Ahora tampoco.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la UAM.

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