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Europa

He pasado una semana en el norte de Italia, y para llegar allí he recorrido casi la mitad del Arco Mediterráneo en coche. He seguido los noticiarios de algunas cadenas de TV italianas, helvéticas y austriacas a falta de noticiarios europeos donde se ocupasen de algo de aquí que no fuesen desgracias, y, como que la pasada semana las desgracias ocurrieron en otra parte, viví como si de repente hubiese desaparecido mi pequeño país del mapa, y, con él, el vasto Estado que lo comprende.

Ni TV, ni Radio, ni prensa escrita, ni interlocutores italianos daban de sí para mantener la ficción de que mi pequeño país existe. No se me ocurrió explicarle a nadie los problemas específicos que nos aquejan, los de nuestra resignada institucionalización, hecha aprisa y corriendo aprovechando las alegrías de unos y los descuidos de otros en la transición, porque advertí con rapidez que ese tema me obligaba a fijar códigos de comunicación previos para que los interlocutores entendieran los rudimentos. En realidad, les sorprendía mucho que yo tuviese ideas superficiales pero correctas de su realidad regional, de su historia pasada y reciente, de sus vicios y pecados.

En cualquier país donde hables con gente medianamente sensata les encanta que sepas de lo suyo casi tanto como deberían saber ellos, aparentando que en realidad no sabes casi nada. Pero de ahí a obtener atención para lo tuyo dista un abismo. Como mucho, y porque se trataba de algo relativamente reciente, los lloros de Cañizares, el día que el Valencia, y con él su afición, no supieron celebrar la otra mitad de la hipotética victoria que esperaban, sí les sonaba. Ellos sólo saben -y unos pocos-, que hay playas bonitas en el Mediterráneo, que en Valencia construyen unos monumentos de cartón y madera que quemamos cuando la pintura de los acabados aún está tierna...

Y a pesar de que en el país donde he pasado la semana está vivo el revulsivo nacionalista que ha venido protagonizando la Liga Norte y su Padania, a pesar de los friulanos y los aostanos, lo que ocurre aquí, si se habla de nacionalismos, les lleva directamente a hablar de ETA, del terrorismo etarra, y no de los nacionalismos, o del nacionalismo democrático vasco.

Las redes de comunicación audiovisual europeas -que habrían de unir, relacionar y hacer posible una interlocución de ciudadanos y de pueblos-, está operando, por lo que advertí durante estos días, en el sentido de homologar a los europeos en preocupaciones importantes pero únicamente relacionadas con lo que parecen los auténticos problemas comunes: inmigración, siniestralidad en las carreteras, índices de criminalidad, precio de la alimentación y la ropa, porcentajes de los créditos bancarios o privilegios estatales a cambio de concesiones literarias de los Estados a textos comunitarios bienintencionados (incluso con las pequeñas naciones sin Estado) cuya previsible validez final es comparable a una letra sin fecha de vencimiento.

La Europa de los ciudadanos lleva a los pequeños pueblos, a las culturas minorizadas, a las lenguas sometidas a una competencia colosal de los idiomas con ejército (con vigencia estatal sin restricciones, administración a su entero servicio, batería de normas jurídicas de blindaje, colaboración entusiasta de los poderes económicos, institucionales y religiosos) a una subsidiariedad tutelada por la falacia de que hoy disponen de más instrumentos que nunca para su preservación, como ocurre ya con los enfermos terminales en la sanidad humanizada.

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