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Ejército europeo, ¿para qué?

Tras la guerra de Kosovo, con la que culminaba una nefasta década para los Balcanes con genocidios, limpieza étnica y violaciones masivas ante el desconcierto y la pasividad mundiales y la endeblez del movimiento por la paz, se generó una profunda autocrítica en amplios sectores de la política, la sociedad civil y la intelectualidad europeas. Frente a la decisión y capacidad norteamericanas, cuajó la reflexión de que Europa era grande en cuanto a principios y proyectos, pero insignificante en cuanto a capacidad militar, con lo cual dependía de la poderosa y bien engrasada maquinaria militar norteamericana. La mayoría de reflexiones (incluso de sectores progresistas) concluyeron que, ante la debilidad militar europea y su falta de autonomía hacia Estados Unidos, debía aumentarse el gasto militar así como potenciar un polo industrial-militar europeo. Con la guerra de Irak la cuestión ha vuelto a aparecer, aunque, a mi entender, de forma absurda: varios gobiernos y buena parte de la ciudadanía estaban contra la guerra, con lo cual no parece el mejor marco para abrir un debate sobre la fuerza militar europea. Pero, aun así, la discusión se ha reabierto y creo interesante apuntar algunas reflexiones.

Con la guerra de Irak se ha reabierto la discusión sobre el gasto militar en Europa y su dependencia de la industria americana

En primer lugar, deberíamos evitar confusiones. Como Europa avanza hacia la unidad política y el conflicto militar entre países europeos es impensable, podría parecer sensato desmilitarizar los países miembros de la Unión Europea y crear, en su lugar, una fuerza militar pequeña de carácter común. Que nadie se lleve a engaño. En ningún caso el debate va por estos derroteros: cualquier paso hacia la defensa común europea irá, además de mantener y aumentar la actual situación (cada país con su ejército, su gasto militar, etcétera), hacia la creación de un mando europeo militar conjunto, con recursos e inversiones específicas. No se sustituiría nada, por lo tanto, sino que se añadiría.

En segundo lugar, algo fundamental: ¿cómo puede hablarse de la necesidad de un ejército europeo si ni tan siquiera hay una política exterior común? ¿Para qué vamos a tener soldados y tecnología militar europea si no vamos a decidir nada coherente? ¿En la reciente crisis de Irak, de qué hubiera servido si Francia y Alemania iban por un lado y Gran Bretaña y España por otro, sin ningún tipo de debate o consenso en el marco de la UE? ¿Adónde hubiéramos enviado el ejército europeo, a ayudar a la invasión o bien a repeler el ataque? Sin duda, mientras Europa no tenga una política común de seguridad, el debate sobre la necesidad o no de un ejército europeo es totalmente secundario.

Pero, sobre todo, urge una reflexión de fondo: apostar por una política de seguridad europea propia es un objetivo loable pero eso poco tiene que ver con desarrollar políticas y estructuras militaristas. Las teorías más modernas apuntan que la seguridad es un concepto con muchas dimensiones y, la militar, es sólo una de ellas y ni tan sólo la más importante. Por ello, lamentarse por la falta de una política de seguridad europea y, acto seguido, hablar de la creación de un ejército europeo, es equivocar el análisis.

Si realmente Europa quiere desarrollar y aportar al mundo una política autónoma y seria de seguridad, tiene mucho por donde empezar: impulsar mecanismos de prevención de conflictos; desarrollar y concretar todas las facetas de la seguridad humana (justicia social, medio ambiente, etcétera); el apoyo a organismos legitimados que promuevan la transformación pacífica de los conflictos; la protección coherente y global de los derechos humanos y la implantación progresiva de una cultura de paz que vaya dejando fuera del espacio de lo posible y lo imaginable el uso de la violencia y la guerra.

Y ante las guerras que nos desalientan, hay que proponer otra visión autocrítica que estaque la necesidad de combatir los verdaderos gérmenes destructores de la paz: la intolerancia, el militarismo, la injusticia, el autoritarismo, la utilización populista y sectaria de los medios de comunicación, la falta de prevención de conflictos, la falta de instituciones multilaterales, la pasividad política ante los primeros indicios de conflicto, etcétera. Para combatir estos gérmenes, necesitamos muchas medidas políticas, económicas, sociales, culturales y mucha movilización social, pero poco parece que puedan aportar los ejércitos, sean estatales o europeos.

Jordi Armadans es politólogo y director de la Fundació per la Pau

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