Último debate, ocasión perdida
PUDO HABERSE despedido de estos broncos debates de política general con cierta grandeza. Lo tenía todo de su parte: era la última vez; gozaba de una indiscutida, casi ciega y muda, sumisión de su grupo parlamentario y de una oposición doliente, lamiéndose la llaga por donde más le duele; disfrutaba, en fin, de esa superioridad que proporciona haber tomado una decisión insólita, la de abandonar el poder por propia iniciativa, sin haber sido derrotado, sin mostrar síntomas de decaimiento, sin haber llegado a lo que, cuando no tiene otra cosa que decir, el adversario llama final de ciclo, como si la política actual estuviera sometida a una ley de turno inexorable, al modo de los años dorados de la primera restauración.
Las circunstancias, además, lo aconsejaban. Llevamos una temporada con la política arrastrándose literalmente por los suelos: los partidos, el suyo también, o sobre todo, bajo sospecha; muchos ciudadanos propensos otra vez a repetir la consabida canción: todos son iguales, y los que todavía se resisten a entonarla, desmoralizados, esperando a ver si la cara más repugnante de la política se desvanece. Enfangado el debate público en cuestiones cuya sola enumeración, como diría Azaña, ofende el entendimiento, en manos de gentes demasiado ignorantes, o groseras, o pícaras, alguien debió haber tomado la palabra para elevar unos grados el lamentable estado en que todo este cúmulo de bajezas ha hundido a la moral ciudadana.
Pues la palabra, a veces, y aunque sólo sea por un momento, lo puede todo. Ya sabemos que no son éstos los tiempos en que la política era una pasión, pero nunca sobra, en pequeñas dosis y de vez en cuando, sentir una emoción política. Las despedidas, si voluntarias, son la mejor ocasión, pero es preciso tener altura de miras, unos gramos de ironía, alguna generosidad, unas gotas de humor y situarse en el plano del Estado, lejos del Gobierno, a varias leguas del combate partidario y a distancia kilométrica del pugilato personal, contaminados todos por ese espurio tratamiento que los medios de comunicación dan a estos debates cuando se afanan en saber o decidir quién ha ganado.
Hablar otro lenguaje, como estadista y no como púgil, hubiera sido además no ya urgente, sino inexcusable. Porque al cabo la bajeza de la política afecta irremediablemente al prestigio del Estado, esa maravillosa energía de efectos automáticos que da asiento a una sociedad y que ni la fuerza ni la acumulación de poderes anormales, ni nada, pueden sustituir, por decirlo esta vez con palabras de Ortega. Los políticos deberían recordar que la cantinela de que todos ellos son iguales siempre termina en un masivo desprestigio del Estado, que aparece ante una ciudadanía atónita como una gran tarta por la que combaten hasta descuartizarse aquellos boxeadores subidos al ring arropados por el estólido fervor de los secuaces.
Aznar prefirió, ni que fuera la última vez, ni que la situación lo exigiera, ni que el Estado sufriera, construir un discurso típicamente burocrático para pasar después más fácilmente al degüello. Cierto, el terreno en el que prefirió citarle Zapatero, empeñado en clavar un arpón del que todavía no dispone y equivocando los tiempos del ataque, se lo puso en bandeja. Pero ese mismo error pudo haber incitado al presidente a volar más alto por arriba, olvidarse de su adversario con algún recurso levemente irónico, incluso con una sonrisa, e ir a lo que importa: a devolver la confianza de los ciudadanos no ya en la política y en los políticos, sino en las instituciones públicas y en el Estado.
No lo hizo: definitivamente quiso dejar tras de sí, como herencia para sus sucesores, un modelo de conducta caracterizado por la bronca permanente, la descalificación del adversario, el rencor y el desprecio saliéndole por los ojos. Es, por otra parte, lógico que así fuera: el presidente se ha caracterizado por una acción de gobierno dirigida a disciplinar hasta la gris homogeneidad a su grupo parlamentario y a su partido; a tratar a otros poderes del Estado como mandatarios y recaderos; a dinamitar el normal desenvolvimiento de las relaciones entre poder y oposición; a pregonar: el Estado, la nación, España, soy yo. Y es precisamente esta identificación de un Gobierno y, en el límite, de una persona con el Estado, esa acumulación de poderes anormales, lo que hace irremediable el desprestigio de las instituciones y el descenso de la política al espectáculo ofrecido a los españoles en el último debate sobre el estado de la nación.
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