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Columna
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Vives

Miquel Alberola

En la calle Vlaming de Brujas, donde estuvo la vivienda de Juan Luis Vives, hoy existe la casa del refugiado de la Cruz Roja. Es un gran acontecimiento porque hoy aquí podrían vender gofres o sacacorchos con la empuñadura del manneken pis, como en la mayoría de casas de esta frondosa ciudad de Flandes. Sin embargo, esa casualidad cierra un círculo. Vives, además del aderezo académico en que lo ha convertido la desmemoria civil (y la abusiva referencia culta con la que se maquillan algunos profesores para disimular su purulencia), fue un precursor de las políticas sociales. Su tratado De subventione pauperum, que disparaba hacia los magistrados con una sintaxis moralizante sobre la función social de la propiedad privada y de su obligación de auxiliar a los pobres, es un alegato casi socialista. Por eso el cometido de esta casa constituye un homenaje sordo a aquel muchacho judío que salió de Valencia a los 17 años para no regresar jamás. Entonces Brujas era el Renacimiento frente al escolástico París, y mientras Vives alcanzaba solvencia y reconocimiento intelectual su familia, convertida al cristianismo, era sometida a un feroz proceso por parte de la Inquisición, que se saldó con el expolio de los bienes familiares, la ejecución de su padre y los huesos de su madre desenterrados y lanzados a la pira. ¿Qué sentimientos pudo llegar a desarrollar Vives sobre Valencia tras ese suceso? ¿Con qué intensidad estalló en su interior el nombre de Valencia a este hombre al que Azorín, como si hubiese jugado con él al zarangollo en el casino de Monóvar, calificó a menudo de muy sensitivo? Vives murió de un cálculo biliar aquí mismo en 1549. Hasta ese día, pese a sus relaciones con la nobleza, fue pobre, y aparte de inteligencia sólo había tenido gota, úlcera, artritis y dolores de cabeza, quién sabe si ocasionados por la perplejidad de ser valenciano. Como una burla del destino también el fuego le persiguió como a su madre, a quien Azorín comparaba con su tía Magdalena la de Petrel. La Revolución Francesa destruyó la catedral de San Donaciano, en la que fue enterrado, y hoy sobre lo que pudo quedar de sus huesos se levanta un pabellón del arquitecto Toyo Ito con aspecto de túnel de lavado. Y toneladas de olvido.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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