Una Constitución para Europa
La perspectiva de una Constitución europea ha estado presente desde un primer momento. Empero, debido al fracaso de la Comunidad Europea de Defensa en 1954, un hecho de cuyas fatales consecuencias cada día somos más conscientes, hubo que empezar por un mercado común, pero no por ello los padres fundadores dudaron de que la integración económica no culminaría un día en una política. Cuando en 1959 llegué exiliado a París, en los medios europeístas en los que me movía los Estados Unidos de Europa nos parecían una realidad que llegaríamos a vivir los más jóvenes; como gustábamos de repetir entonces, ya en 1946, en un famoso discurso, Churchill se había manifestado a su favor, aunque, desde luego, no le cupiese en la cabeza que en los futuros Estados Unidos de Europa pudiese integrarse un Reino Unido que en el Commonwealth tenía ya su propia comunidad de naciones.
Desde que el Reino Unido entró en la Comunidad Europea en 1973, con veinte años de retraso, dilación que ha complicado mucho el proceso, la perspectiva federalista ha ido retrocediendo, sobre todo a partir de que la ampliación al norte -Suecia, Finlandia- fortaleciese la posición británica; tan sólo un federalismo que parecía cada vez más trasnochado mantenía la posibilidad de una Constitución europea. A pesar de que el Parlamento Europeo elaborase en 1984 y en 1994 sendos proyectos de Constitución, todavía en 1999 este tipo de trabajos mostraban la aureola inconfundible de lo utópico. El 15 de diciembre de 2001, el Consejo Europeo de Laeken convocó una Convención, encargada de preparar las reformas pendientes, incluyendo la posibilidad de una Constitución. Cambio de rumbo tan radical se explica, de una parte, por la entrada en vigor del euro -un mercado único precisa de una moneda única y ésta, a su vez, de una política exterior y de defensa comunes- y, de otra, por los problemas institucionales y de organización que proyecta la ampliación al Este, a lo que se une un desapego creciente de los pueblos ante las ostensibles deficiencias en la legitimación democrática.
Una Constitución europea chocaba con un obstáculo que parecía insalvable, y es que la UE no encaja en ninguna de las dos realidades -en Alemania, el Estado; en Francia, la nación- sobre las que se había erigido la Constitución en el siglo XIX. La UE no es, ni quiere ser, un Estado; la UE no es, ni pretende llegar a ser, una nación. La UE es, y quiere seguir siendo, un conjunto de Estados -los que son y nada más que los que son, aunque su número no coincida con el de las naciones- que se agrupan para formar una nueva entidad política. Del horizonte franco-alemán se borra el federalismo, nunca tendremos unos Estados Unidos de Europa, a la vez que el Reino Unido acepta que la UE sea algo más que un entramado intergubernamental que coordina determinadas políticas.
Pues bien, para entender esta nueva entidad política que es la UE hay que retroceder al siglo XVIII, concretamente al Kant de La paz perpetua y a su noción de "federalismo de Estados libres", que no constituyen un Superestado, sino una "federación de naciones" (Völkerbund) y no un "Estado de naciones" (Völkerstaat). La peculiaridad más llamativa de esta nueva entidad, algunos incluso la señalan como su debilidad constitutiva, es que de las dos columnas que, al decir de Maquiavelo, sostienen al Estado, el Derecho y el Ejército, únicamente el primero se vincula a esta nueva entidad, dejando fuera las relaciones exteriores, en las que se mantiene el principio de unanimidad, y las de seguridad y de defensa, que se supeditan "a las obligaciones derivadas del Tratado del Atlántico Norte". La potencia mundial se reserva así una posición hegemónica: por un lado, la exigencia de unanimidad en los temas de política exterior y de seguridad facilita aplicar la máxima de divide et impera; por otro, en la Europa que se diseña en el proyecto de Constitución las cuestiones que atañen a la ultima ratio regum, divisa que Luis XIV mandó grabar en sus cañones, no cabe decidirlas sin el consentimiento de la gran potencia. En verdad, resulta tan original como sin precedentes una entidad política que en el tema básico de su propia defensa depende de un poder externo.
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