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Columna
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Del silencio a la soledad

Nos hemos pasado cuarenta años sin saber que un pintor naïf vivía entre nosotros. Ha muerto este mismo año. Ese pintor se llamaba Dionisio Blanco (San Salvador del Valle, 1927-Bilbao, 2003). Lo prueba la exposición sobre su obra presentada en el remodelado y esplendoroso espacio del Aula de Cultura de la BBK.

Sus perspectivas acientíficas y la colocación de muchos de sus personajes en espacios imposibles o descoyuntados son prototipos claros de ese naivismo. Desde el primer momento, Dionisio Blanco, como autodidacto que era, toma una posición expresivo-existencial. De ahí que esté más pendiente de los valores éticos que extrae de la vida cotidiana que de aquello que le proporciona la ideación del hecho estético.

Pintor de simplificaciones, en sus cuadros habita un aura de silencio, refrendado por una honda y desolada soledad. Llega a tal extremo la soledad silenciosa de los personajes que allí donde la escrutable mirada objetiva ve impericias en sus cuadros, la mirada subjetiva del espectador ve una fuerza expresiva fuera de lo común. No importa que la mayoría de los cuerpos de los protagonistas de sus obras estén mal dibujados. Lo compensa con el lisiado retorcimiento de las figuras llenas de humano padecimiento, envueltos todos en esa fulgente soledad silenciosa aludida. Ante la contemplación de las obras se fragua en el entendimiento de quien mira un olvido voluntario de las impericias, para llegar a una suerte de identificación intensa entre el fondo testimonial propuesto por el artista y lo percibido por los espectadores. ¿Debemos llamarlo empatía?, ¿buena química?, ¿estupendo feeling?

Atención aparte merece la realización material de sus obras. Es original y poco frecuente de ver. Realización consiste en trabajar el óleo con espátula sobre papel. Luego ese papel se adhería a un soporte de madera. El óleo era apretado y sobado con paciencia infinita. Los temas, en su mayor parte cargados de tristura doliente, se tejían en una fabricación lenta durante semanas y meses. Más tarde, cuando los cuadros estaban acabados, si se pasaba la mano por ellos, los dedos parecían estar tocando fina porcelana o suave mayólica. Tal vez con el delicado tacto del acabado el artista quería compensar el sufrimiento que los personajes de los cuadros comportaban en sí.

Al estudiar su última época se percibe una esperanzadora luz vital en su ánimo. Los personajes siguen sin mostrar rostro alguno -y sabes que ninguno de ellos ríe-, mas la voluntad del artista quiere patentizar que, contra los malos tiempos, nada mejor que introducir en sus cuadros una mayor dosis de poesía.

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