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Reportaje:FÚTBOL | La nueva era del Barcelona

Un 'enfant terrible' en el Camp Nou

Laporta ha llegado a la presidencia del Barça con la obstinación y la rebeldía que forzaron su salida del colegio y de la academia militar

Àngels Piñol

"¿Y por qué no puedo serlo yo?", lanzó inesperadamente Joan Laporta al resto de comensales en 2002 en un restaurante de Barcelona tras explicar su ruptura con el publicista Lluís Bassat. "¿Por qué no puedo ser yo presidente del Barça?". Laporta era un buen abogado, un tipo cordial, íntegro y asiduo tertuliano del universo culé por su condición de líder del extinto Elefant Blau. Jan, como le conocen sus amigos -su padre decidió llamarle así para que no hubieran dos Joans en casa- aguantó la mirada buscando respuestas alrededor de la mesa, esperando el debate, invitando a discutir por qué no podía ser él el escogido en lugar del publicista. La situación se tornó decididamente incómoda. ¿Cómo decir que eso era imposible? ¿Que era una utopía? ¿Que no lograría arrancar el perdón a los fieles del nuñismo por la moción de censura que presentó en 1998? ¿Cómo hacer para no herirle? "Desde luego, lo harías bien", se atrevió a decir uno. "Sí, pero dentro de siete u ocho años", admite el amigo que recuerda ahora la escena, "entonces podrás llegar a la presidencia".

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¿En 2007? ¿En 2008? Todos los pronósticos reventaron con estruendo el 15 de junio. Laporta, ese día, dio un vuelco espectacular a la historia del Barça. Pronto intuyó que sería el ganador de los comicios: a primera hora firmó autógrafos sin parar durante 45 minutos. El primer muestreo ya reveló que le sacaba 20 puntos a Bassat. Por la noche, fue proclamado como el presidente más votado en la historia del Barça -por encima de Josep Lluís Núñez- y, hace ocho días, tras tomar posesión, fue ovacionado por los socios cuando atravesó la pasarela que comunica el Palau con el Camp Nou. Después, estrenó el palco rompiendo el protocolo yendo a saludar a los aficionados que le llamaban desde la barandilla de tribuna. Todos querían saludarle. Felicitarle. Estrecharle la mano. Abrazarle. Un día antes, en la fiesta de los 20 años de Catalunya Ràdio, en el Liceo, el templo lírico de la alta burguesía, fue asediado por los invitados. Agasajado, fue el último en abandonarlo. Y, un día después, en su primer acto como presidente, en la tienda del Barça, una niña aragonesa ignoró a los canteranos que presentaban la nueva camiseta del equipo y a su profesora, que miraba el reloj para partir. "¡Señor Laporta, señor Laporta!", exclamó sin éxito con papel y lapiz en busca de un autógrafo.

Ninguno de los comensales de hace un año y medio podía imaginar que Laporta protagonizaría en tiempo récord una revolución en el Barça y que se convertiría en un fenómemo estudiado ahora por los politólogos por si anticipa algún cambio en Cataluña, un país que ha vivido adormecido y que presiente cambios. Nadie podía intuir, a menos de ser considerado un temerario o un advenedizo culé, una victoria (27.000 votos) tan apabullante de este abogado, que ha podido con el poder político (Miquel Roca, de CiU) y económico (representado en parte por La Caixa) barcelonés que se quedó lívido, al ver cómo fracasaba el cambio moderado liderado por Bassat.

Rebelde, obstinado, honesto, catalanista, futbolero y culé hasta la médula. El Barça se ha puesto en manos de este enfant terrible que ha aplicado en el club la pauta de su vida: retomar la madera de líder que tenía desde párvulos y apostar por sus ideas hasta las últimas consecuencias. Nacido en Barcelona (1962) en el seno de una familia de la burguesía media, Laporta fue siempre, como admite su padre, Joan Laporta Bonastre, pediatra y médico de medicina general, "un poco tremendo, pero noble". Ni hizo mucho caso a los severos hermanos de los Maristas de Sant Joan, en Barcelona, donde cursó sus estudios hasta las puertas de la universidad, ni tampoco a quienes le aconsejaron que esperara a concurrir a las urnas. "Fui uno de ellos, pero me dijo que éste este era el momento", admite el padre. No se dejó convencer: Laporta se presentó con la misma convicción que durante años le impulsó a buscar un pope en la ciudad para que se enfrentara al todopoderoso Núñez. Estuvo en las elecciones de 1997 con Àngel Fernández y perdió; presentó la moción contra Núñez en 1998 y ya reunió 15.000 votos; se acercó en 2000 a Armand Carabén, el ex gerente ya desaparecido y que fichó en 1973 a Cruyff, para encontrar un aspirante de peso. Fueron a buscar a Bassat y Gaspart ganó por 5.000 votos. Dicen las malas lenguas que la ruptura entre Núñez y Gaspart se fraguó el día en que éste tomó posesión y se abrazó a Laporta, aquél apestado para el nuñismo, uno de aquellos elefants, de aquéllos, en palabras de Núñez, terroristas que van por la calle con pistolas. Laporta había ido a desearle suerte y a rechazar entrar en su macrojunta. Gaspart empezó a mandar y Bassat, a pensar en el futuro: quiso elegir y se negó a asumir a todos los elefants. Le ofreció a Laporta ser futuro vicepresidente. No aceptó. Pudo más la lealtad a sus amigos y siguió su camino.

Barcelona y Cataluña se quedaron atónitas tras la victoria de Laporta, pero sus ex compañeros del colegio lo entendieron mejor. Un líder no se hace en un día. "Ni se aprende eso en una escuela de idiomas", explica un amigo reacio a dar detalles de este hombre, que fue de niño travieso, un estudiante brillante que economizó sus horas de estudio, que se pasaba en el patio dando patadas a un balón (el hockey, jugado en el colegio, nunca fue lo suyo) y que quedó prendado, como tantos otros, de la figura de Cruyff cuando ganó la Liga 73-74 y arrancó al Barça de una época gris. Fue, sobre todo, uno de los preferidos del temido prefecto de disciplina del colegio, con sotana y un enorme crucifico colgado al pecho. "Era una especie de Braveheart de los maristas", dice riendo Alfons Godall, compañero de pupitre y directivo del área económica, en alusión al líder independentista escocés que protagonizó en el siglo XIII una revuelta contra la dominación inglesa. El nuevo presidente lleva en su móvil la música de Els Segadors y a veces la de la banda sonora de la película de Mel Gibson, cuya emisión el pasado 11 de septiembre por TV-3 provocó la airada protesta del Partido Popular.

Sus buenas notas le libraron de más de un caponazo, la consecuencia por no saber las tablas de multiplicar o las declinaciones de latín. Pero tuvo muchas veces que ir los sábados desde su casa hasta el colegio (vive también ahora en el paseo de Sant Joan) por sus faltas de indiciplina. O era porque desaparecía en clase el retrato del fundador de la orden (aunque no hubiera sido él) o porque se resistía a ir a los ejercicios espirituales. Algún balonazo recibió el prefecto, a quien un día le desaparecieron las llaves del colegio. Laporta estaba siempre en el grupo de sospechosos. Le prohibieron ya ir al viaje de fin de curso en 3º de BUP. La clase votó por ir a Ibiza. La dirección, por Roma, para visitar el Vaticano. "Fue un choque de culturas. El colegio no evolucionó. A mí me hacían entregar cada día en clase una bufanda con la bandera catalana y me hicieron escribir no sé cuántas copias por decir "estijeras" y no "tijeras" (en catalán, es estissores)", recuerda Godall, a punto de ser expulsado (lo frenó su padre) al ser sorprendido por un hermano con linterna en mano al irrumpir una noche en una habitación, en plenos ejercicios espirituales, y decir: "Si nosotros vamos a buscar a la granja de al lado del cole a las chicas del Sagrado Corazón, los hermanos irán a buscar a las monjas ¿no?". Godall se libró, pero Laporta acabó el preuniversitario en otro colegio. Un profesor les puso un examen duro de un día para otro y él, junto con un amigo, robó las preguntas. Las repartió por toda la clase. El excelente fue general y a él le costó la expulsión, cuenta Maite, su hermana. "Fue injusto, pero ya se la tenían jurada", dice Godall.

Laporta quiso ser médico, como su padre, pero la nota no le alcanzó para entrar en Medicina. Se fue a Derecho, le gustó y allí se quedó. Tenía labia y era una profesión a su medida. Su mundo siguió entre las leyes, su aproximación catalanismo con la Marxa a la Llibertat, el Òmnium Cultural, su afición al Barça (tenía gripe y su madre le impidió ir a la final de Basilea, en 1979) y su éxito con las chicas, tanto en Barcelona como en el Club Nàutic de Castelldefels, donde pasaba los veranos. Pero tenía el club en la cabeza: pocos culés fueron a Sarrià o van ahora a Montjuïc a ver al Barça. Él y sus amigos iban con la cara a lo Braveheart, de azul y grana. Más de un golpe o un paraguazo recibieron en la cabeza. Y más de un derby acabaron a la carrera por la avenida de Sarrià.

Contestarario, Laporta continuó con su fama de rebelde y hasta cierto punto antisistema en la Academia de Valladolid. Fue allí a hacer la mili por su condición de estudiante de derecho y tuvo algunos arrestos. Llegó a protagonizar una huelga de hambre para protestar, dicen, por la comida. Y llegó un día de 1986 en el que el Barça jugó la final de la Copa de Europa en Sevilla. La primera que podía ver en directo. No le importó el castigo y se escapó. "No tenía opción", dijo a sus allegados. Se fue en coche y tras la sangrante derrota confesó a uno de ellos: "Quiero colgarme una piedra al cuello y tirarme al Guadalquivir". En el cuartel, desistieron por su falta de espíritu militar y lo enviaron a la caja de reclutas del cuartel del Bruc, en Barcelona, a un despacho. "Tiene estrella. Hasta en eso tuvo suerte", recuerda Maite. Se durmió después en una guardia y casi lo licenciaron por la vía rápida. Laporta conoció después a Constanza Echevarría en un máster de derecho fiscal en la Universidad Abad Oliva y se casaron en el Monasterio de Pedralbes en 1993. No se movió de la abogacía mercantil y civil pese a que su suegro, con pasado franquista, fuera dueño de la Nissan. Eran los tiempos del dream team y de Cruyff. Su despacho, Laporta and Arbós, con una veintena de letrados (entre ellos, su hermano Xavier) empezó a funcionar asesorando empresas como Endesa hasta abrir una sucursal en Argentina. Tuvo tres hijos -Pol, Guillem y Jan- y una profunda inquietud: devolver al Barça donde lo dejó Cruyff, su ídolo de niño y ahora su cliente. Su cruzada empezó con el Elefant Blau en 1997 socavando los cimientos del nuñismo. Sus fieles han acabado seis años después entregados a él por propugnar el cambio y la independencia del club. Próximo al sector soberanista de Convergència -uno de los hijos de Jordi Pujol celebró en el Miniestadi su victoria- Laporta logró la presidencia gracias a su labia, su equipo, la carta Beckham (algunos creen que marcada) y porque su proyecto era el más sólido. Con una copa de cava en la mano y una senyera en la otra, su equipo celebró la victoria cantando Els Segadors y luego -"¿Y por qué el presidente del Barça es un carcamal?", se preguntó un amigo- bailando en una discoteca.

"No guanyaraz zi no faz trampaz", (no ganarás si no haces trampas), cuenta Laporta, que le decía a media lengua su hijo Guillem, al igual que le reprochó no fichar a Beckham ni a Rivaldinho. Una hábil estrategia de Laporta para provocar sonrisas entre los escépticos. Pero no ganó por Beckham. El Camp Nou sabe que ganó sin trampas y los comensales del restaurante entienden lo que él vio hace un año: que la ruptura podía colarse ante tanto hartazgo. "Su mejor lección", dice su hermana, "es que ha podido ser presidente con honestidad". Hasta hace poco en el Barça, una quimera.

Joan Laporta, con su mujer y su hijo, tras ganar las elecciones del Barça.
Joan Laporta, con su mujer y su hijo, tras ganar las elecciones del Barça.VICENS GIMÉNEZ
Joan Laporta, señalado con un círculo, con sus compañeros de clase cuando estudiaba primer grado en los Maristas.
Joan Laporta, señalado con un círculo, con sus compañeros de clase cuando estudiaba primer grado en los Maristas.

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